Cerca de mi casa hay
dos plantas bajas a cada lado de un portal, con las fachadas pintadas en
naranja y persianas rojas. Es la sede de la Asociación Valenciana de Personas
Sordomudas. Por la mañana pasan desapercibidas pero a la tarde, las persianas
se suben y poco a poco van llegando los socios. Una gran cantidad de ellos
salen a la calle a fumar y relacionarse. Se apoyan en los coches aparcados en
el bordillo y forman estrechos corrillos. Se comunican moviendo las manos, enfatizan
sus afirmaciones emitiendo extraños ruidos guturales y haciendo gestos bruscos
con la cabeza y el tronco. Son bulliciosos y divertidos, hacen ruidos secos que
identifican como risas.
Cuando mi hijo era pequeño y
pasábamos por allí, se agarraba a mi pierna y escondía la cara en ella hasta
que nos alejábamos. Le expliqué que eran personas que no podían hablar y esa
era su manera de comunicarse. La curiosidad infantil le llevó a observarlos
descaradamente a partir de entonces, quería descifrar y aprender su lenguaje. Y
me contagió. Aunque estudiamos varios libros y buscamos información en Internet,
conseguimos aprender poco. Alguna letra, palabras sueltas, sin la fluidez
necesaria para conectarlas. ¡No hay un lenguaje de signos universal! Y
la información que leíamos nos confundía más que nos instruía. No conocíamos a
ningún sordomudo, ni siquiera un sordo. Nunca nos atrevimos a intentar
comunicarnos con ellos. Y, aunque, a mi abuelo le llamaban: Salvador, el sordo; yo sé que su sordera
era selectiva.
Desde
nuestra ignorancia, seguimos mirándolos sin saber si nuestro escrutinio les
incomoda o no. A veces al pasar a su lado nos sobresaltan los sonidos que
emiten, nos ignoran como si fuéramos transparentes. Estamos fuera de su
conversación, si nos miraran quizá perderían una palabra importante de su
interlocutor. No nos pueden oír cuando nos acercamos y, como suelen ocupar toda
la acera, nos bajamos a la calzada para continuar nuestro camino. Cierto es que
podríamos ir por el otro lado de la calle pero… ¿Qué habría de interesante en
ello?
Mi hijo
creció, ya no paseamos cogidos de la mano. Mantenemos solo uno de los gestos
que aprendimos. Cuando en un pabellón lleno de gente y ruido, va a enfrentarse
a un contrincante y me mira, yo levanto los brazos y giro las manos a uno y
otro lado. Es el aplauso de los sordos, es nuestro gesto íntimo con el que le
doy ánimos y confianza. A veces, aún pasamos juntos por delante de la
asociación, vamos enfrascados en otras conversaciones e ignoramos a los sordos
como nos ignoran ellos.
El otro
día volvíamos de casa de los abuelos y algo nos llamó la atención. De pequeño,
cuando todavía le intrigaba el tema, me preguntó para qué tenían los sordos un
timbre en la puerta si no podían oírlo. Le expliqué que los timbres para
sordos, en lugar de sonar una campanilla se encendía una bombilla
intermitentemente. Ha debido de fundirse. Sobre el timbre aparece un cartel
hecho con un folio y bolígrafo azul, sujeto con unos trozos de celo que dice:
No tocar al timbre.
De todas
formas es innecesario, la calle sigue llena de personas capaces de comunicarse
entre ellas.
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