27/10/16

Curiosidad infantil

                Cerca de mi casa hay dos plantas bajas a cada lado de un portal, con las fachadas pintadas en naranja y persianas rojas. Es la sede de la Asociación Valenciana de Personas Sordomudas. Por la mañana pasan desapercibidas pero a la tarde, las persianas se suben y poco a poco van llegando los socios. Una gran cantidad de ellos salen a la calle a fumar y relacionarse. Se apoyan en los coches aparcados en el bordillo y forman estrechos corrillos. Se comunican moviendo las manos, enfatizan sus afirmaciones emitiendo extraños ruidos guturales y haciendo gestos bruscos con la cabeza y el tronco. Son bulliciosos y divertidos, hacen ruidos secos que identifican como risas.
                Cuando mi hijo era pequeño y pasábamos por allí, se agarraba a mi pierna y escondía la cara en ella hasta que nos alejábamos. Le expliqué que eran personas que no podían hablar y esa era su manera de comunicarse. La curiosidad infantil le llevó a observarlos descaradamente a partir de entonces, quería descifrar y aprender su lenguaje. Y me contagió. Aunque estudiamos varios libros y buscamos información en Internet, conseguimos aprender poco. Alguna letra, palabras sueltas, sin la fluidez necesaria para conectarlas. ¡No hay un lenguaje de signos universal!  Y la información que leíamos nos confundía más que nos instruía. No conocíamos a ningún sordomudo, ni siquiera un sordo. Nunca nos atrevimos a intentar comunicarnos con ellos. Y, aunque, a mi abuelo le llamaban: Salvador, el sordo; yo sé que su sordera era selectiva.
Desde nuestra ignorancia, seguimos mirándolos sin saber si nuestro escrutinio les incomoda o no. A veces al pasar a su lado nos sobresaltan los sonidos que emiten, nos ignoran como si fuéramos transparentes. Estamos fuera de su conversación, si nos miraran quizá perderían una palabra importante de su interlocutor. No nos pueden oír cuando nos acercamos y, como suelen ocupar toda la acera, nos bajamos a la calzada para continuar nuestro camino. Cierto es que podríamos ir por el otro lado de la calle pero… ¿Qué habría de interesante en ello?
Mi hijo creció, ya no paseamos cogidos de la mano. Mantenemos solo uno de los gestos que aprendimos. Cuando en un pabellón lleno de gente y ruido, va a enfrentarse a un contrincante y me mira, yo levanto los brazos y giro las manos a uno y otro lado. Es el aplauso de los sordos, es nuestro gesto íntimo con el que le doy ánimos y confianza. A veces, aún pasamos juntos por delante de la asociación, vamos enfrascados en otras conversaciones e ignoramos a los sordos como nos ignoran ellos.
El otro día volvíamos de casa de los abuelos y algo nos llamó la atención. De pequeño, cuando todavía le intrigaba el tema, me preguntó para qué tenían los sordos un timbre en la puerta si no podían oírlo. Le expliqué que los timbres para sordos, en lugar de sonar una campanilla se encendía una bombilla intermitentemente. Ha debido de fundirse. Sobre el timbre aparece un cartel hecho con un folio y bolígrafo azul, sujeto con unos trozos de celo que dice: No tocar al timbre.

De todas formas es innecesario, la calle sigue llena de personas capaces de comunicarse entre ellas.


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