30/10/16

Más de veinte años

Dos tirabuzones enmarcaban una nariz afilada y un mentón prominente que contrastaba con sus cejas finas y bien perfiladas. Nunca podría olvidar esas cejas. Había gente de rasgos suaves y cejas redondeadas, gente con facciones esculpidas en granito y dos amenazas sobre los ojos y luego, claro, estaba él. Creo que le gustaba el contraste y la sorpresa, más aún porque al crecer se había convertido en un calco exacto de su padre y solo las cejas y una mirada traviesa distinguían al eterno guasón del estricto maestro que tanto nos había exigido.  Éramos una generación, un pueblo entero criado bajo los exámenes de piedra pómez de ese hombre que a base de suspensos nos había preparado para la facultad y él, a pesar de ser su hijo, no había escapado a las malas notas.

Ya no tenía el pelo cortado a cepillo y los tirabuzones le llegaban hasta los hombros. Uno de ellos era ya más blanco que marrón y por primera vez en años recordé las tardes en la plaza del pueblo, los batidos del único quiosco y la primera botella comprada a escondidas. Durante un instante pensé en pillar un tren al pueblo, coger las llaves de la cómoda y leer desde el principio las novelas que regalaban en el periódico como tantas otras veces.

Quise tirar el maletín y los documentos por la ventana y apagar el móvil para que nadie pudiera buscarme, ponerme las botas y una falda bonita y llevarlo a bailar a la discoteca de mi primer beso. Pero él se giró, sentando a una chiquilla en su regazo y arreglándole el pelo. Tenía sus ojos, de color azul mar, y ese mentón afilado que contrastaba con unas cejas quizás demasiado finas.

Bajaron en la siguiente parada y yo me esperé a ver la silueta de mi oficina para levantarme de la silla. Habían pasado más de veinte años pero yo nunca podría olvidar esas cejas.  

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