Dos tirabuzones enmarcaban una nariz afilada y un mentón
prominente que contrastaba con sus cejas finas y bien perfiladas. Nunca podría
olvidar esas cejas. Había gente de rasgos suaves y cejas redondeadas, gente con
facciones esculpidas en granito y dos amenazas sobre los ojos y luego, claro,
estaba él. Creo que le gustaba el contraste y la sorpresa, más aún porque al
crecer se había convertido en un calco exacto de su padre y solo las cejas y
una mirada traviesa distinguían al eterno guasón del estricto maestro que tanto
nos había exigido. Éramos una
generación, un pueblo entero criado bajo los exámenes de piedra pómez de ese
hombre que a base de suspensos nos había preparado para la facultad y él, a
pesar de ser su hijo, no había escapado a las malas notas.
Ya no tenía el pelo cortado a cepillo y los tirabuzones le
llegaban hasta los hombros. Uno de ellos era ya más blanco que marrón y por
primera vez en años recordé las tardes en la plaza del pueblo, los batidos del
único quiosco y la primera botella comprada a escondidas. Durante un instante
pensé en pillar un tren al pueblo, coger las llaves de la cómoda y leer desde
el principio las novelas que regalaban en el periódico como tantas otras veces.
Quise tirar el maletín y los documentos por la ventana y
apagar el móvil para que nadie pudiera buscarme, ponerme las botas y una falda
bonita y llevarlo a bailar a la discoteca de mi primer beso. Pero él se giró,
sentando a una chiquilla en su regazo y arreglándole el pelo. Tenía sus ojos,
de color azul mar, y ese mentón afilado que contrastaba con unas cejas quizás
demasiado finas.
Bajaron en la siguiente parada y yo me esperé a ver la
silueta de mi oficina para levantarme de la silla. Habían pasado más de veinte
años pero yo nunca podría olvidar esas cejas.
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