2/11/16



LA ANÉCDOTA por Mª Dolores García

Era finales de un caluroso mes de julio. El tren por fin me devolvía al punto de salida tras varias semanas de trasbordos y ciudades. Había sido uno de esos viajes que te gusta saborear mientras te encaminas irremediablemente a tu rutina. Como cuando intentas atrapar en tu retina los últimos rayos de una puesta de sol. Quizás por alargar su recuerdo o porque me impresionó el silencio que envolvía esa noche la ciudad, empecé a caminar mecánicamente al salir de la estación pasando de largo la parada de un metro que rápidamente me hubiera llevado por debajo de semáforos y avenidas a aquello que por aquel entonces llamaba hogar.
Respirando el infrecuente aire fresco de la falta de coches y prisas decidí alargar mi camino y pasar por el local donde tantas veces actué, aunque retrasara una hora más la ducha y la cama caliente. No me importaron la ropa de dos días y la mochila que a cada paso se hacía más pesada, pues volvía con ese buen humor que te permite enfrentarte por igual al cansancio y al olvido. Y con la única reserva de no haber podido avisar aún de mi regreso seguí adentrándome por calles y callejuelas durante una agradable noche de verano.
El local se mostraba como siempre. Los muebles que alababan el amable estilo de los años ochenta, conseguían un ambiente elegante pero algo desfasado, en el que yo me sentía como en casa. Al mismo entrar se podía ver como toda la pared  izquierda se ocultaba tras una barra alta de piel y cristal negros. Tras pasar la barra el local se ensanchaba antes de doblarse a la derecha a modo de “ele”. Ese era el espacio en el que el dueño había decidido montar el escenario, a falta de mayor amplitud, a pesar de la inoportuna presencia de un par de columnas. Otra barra similar en la continuación de la pared y unas cómodas butacas redondas de piel a juego con unas mesas circulares de poca altura completaban el mobiliario. Escondida tras esas columnas había visto actuar a los mejores cómicos y artistas a nivel nacional, mirándolos atentamente tras la seguridad que su sombra me proporcionaba.  Volver allí, era como volver a recordar qué me había impulsado a ser quien era.
Al llegar allí encontré algunas caras conocidas por lo que la parada se alargó más de la cuenta. Después de lo que fue una débil resistencia, decidí quedarme hasta el final del espectáculo, no fue hasta entonces que un sudor frío se apoderó de mí. “Maldita sea, no he avisado en casa”. Mi madre había aceptado con el paso de los años mis más que imprevistos viajes, pero aun así, sabía que esperaba pacientemente al lado del teléfono la llamada que le dijera que ya estaba a salvo de la vida. Saqué el móvil con las prisas del que se sabe llega tarde. Tenía la esperanza de poder encenderlo y contar con el tiempo suficiente para hacer una llamada antes de que se apagase de nuevo. No fue así, y el móvil apenas se mantuvo despierto unos segundos, tiempo suficiente para ver que tenía tres llamadas.
Eso me inquietó, no sé muy bien porqué, llenándome la boca de culpabilidad. Aproveché que la camarera se acercó a servir una copa  para pedirle que me dejase hacer una llamada. Mi expresión debía estar llena de preocupación por lo rápido de su respuesta. “Claro pasa, el teléfono está a la derecha, haz las llamadas que necesites”, e indicándome el hueco en la barra entré al almacén. Tuve que hacer uso de varios de los números familiares  que hace ya mucho decidí memorizar hasta poder hacerme con ella.
-¿Diga? El tono apagado de su voz al otro lado de la línea me decía que algo no iba bien.
-¿Qué ocurre mamá? Me has llamado tres veces. Me han dejado un teléfono.
- Cariño ¿eres tú?, no quería decirte nada hasta que llegases pero como tardabas tanto…
- Me quedé sin batería…
- Tu hermano…
-¿Qué ha pasado?
- Ha habido un accidente
- Pero, ¿está bien?
- No, el tren…lo ha arrollado el tren.

El 24 de julio de 2013 a unos 3 km de la estación de Santiago de Compostela un tren Talgo Serie 730 que cubría un servicio Madrid-Santiago de Compostela descarriló con 218 pasajeros a bordo, causando 79 personas fallecidas. El que ese mismo día unas horas antes, en un pequeño pueblo del interior, fallara una señalización en un paso a nivel sin barreras llevándose por delante un turismo con dos personas fue, simplemente, una anécdota.

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