En la casa de mi amigo Lucas hay dos cajones de pienso para
gatos.
Lo curioso, quiero decir, es que nunca ha tenido ningún gato. Es verdad,
creo que fue hace un año cuando Carlos le pidió que le cuidase el suyo, un
horrible siamés con un sarpullido de manchas pardas en el lomo. Pero los
cajones para gatos ya estaban ahí entonces. Recuerdo que en aquella ocasión
salí de mi casa como siempre, un viernes por la noche, para ir a visitarle. De
camino me crucé con un compañero de clase al que de todas formas no saludé. Dos
manzanas antes de llegar compro un par de litronas Steinburg por 3 pavos 20.
Habrá que apañarse. Por fin, una vez llego, sale al rellano a recibirme el
asqueroso gato, clavándome ese par de ojos flácidos como dos huevos rotos. Esta
noche la casa se respira un olor denso y cálido, media docena de personas se hacinan
en el salón con toda suerte de instrumentos improvisados. Un cubo para el tam-tam
de la selva, dos paquetes de garbanzos como quien toca las maracas en el Boatete. Han cerrado las ventanas para que
no se queje la vieja polaca de enfrente que tendrá lo menos siete millones de
años y seguramente nos sobreviva a todos. En total somos 8 personas, a
saber; Lucas, Carlos, la pareja de acólitos, un anónimo trio musical y yo mismo.
Habría sido espantoso de no ser porque empezaron a interpretar esa canción tan buena
sobre un viejo heroinómano a punto de morir. Y la tocaban jodidamente bien.
Hasta que apareció el gato. Otra vez.
Cuando el viejo volvía a la casa de sus padres, después del segundo
estribillo, el gato se abalanzó sobre el mímico guitarrista. Éste, que no
podía ir más ciego, se defendió con un manotazo que envió al gato a la otra
punta de la habitación. Todos nos miramos en silencio. Carlos está en el baño y
el gato ha salido escopetado por el pasillo. La cara de Lucas es un poema. “Que
no pare la música”, grita Carlos al otro lado. Y de repente, sin ton ni
son, Lucas cae redondo al suelo en un
ataque de risa histérica. Creo que los cajones de gato se los dejó una ex.
“Puto gato, puto gato”, grita ahora con la cara roja. Ahora lo recuerdo, Lucas
intentó envenenar a los gatos de su novia para demostrar no sé qué teoría
cuántica de los átomos. Por suerte ella lo descubrió antes. Puto Lucas, el muy
sádico.
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