4/12/16

La cueva del tesoro. Capítulo 1

El viejo ladrón en la posada Cruïlla sota el puig

  

                El Cavaller Joan Pastura, el doctor David Viures y los demás caballeros me han pedido que relate las aventuras que hemos vivido en la Cueva del Tesoro, del principio al fin y sin omitir nada, excepto el lugar exacto donde se encuentra la cueva, ya que todavía queda mucho por explorar y puede servir de ruta hacia otros mundos. Empezaré relatando como el viejo ladrón buscó cobijo en la posada Cruïlla sota el Puig, en la que yo me había criado y trabajaba cuidando de los animales en el establo y ayudando en las tareas domésticas.
                Recuerdo como si fuera ayer cuando vi llegar al viejo, vestido con el hábito negro de la cofradía de ladrones, por el camino del este. El hombre era grande, cruzó con lentitud la plaza y vino a sentarse al poyo de la puerta, descargando unas viejas y pesadas alforjas de piel, en el suelo a sus pies. Tenía el pelo oscuro y los ojos claros, los dientes negros de los que mascan tabaco, la nariz roja con venillas moradas, la piel morena y barba canosa. Tarareaba aquella canción que después tanto le escucharía:
No volem cap que no estiga borratxo.
No volem cap que no estiga bufat.
La mano derecha, llena de anillos, golpeó la puerta a la vez que su recia voz llamaba al posadero. Éste se apresuró a salir y con media reverencia le preguntó que podía ofrecerle. El viejo le pidió un vaso de cazalla y le preguntó si tenía muchos clientes. A lo que mi patrón le contestó que en este momento, no. Al estar terminando la temporada de lluvias, pocos viajeros se veían por los carreteras, así que no teníamos muchos huéspedes en la posada. El viejo asintió como si eso le conviniera y dándole unas monedas de oro al posadero le pidió alojamiento, asegurándole que era hombre sencillo, que podíamos llamarle Capitán y que solo necesitaba huevos con tocino, una loncha de pan y un poco de aguardiente para ser feliz.
                El tiempo nos demostraría que era más que un poco de cazalla lo que necesitaba para ser feliz. Por lo general era un hombre callado, que pasaba el día subido al cerro de detrás de la posada con un viejo catalejo, o paseando por el valle. Por la noche trasegaba un vaso tras otro de aguardiente sentado junto a la chimenea en la sala principal. La mayor parte de las veces no contestaba cuando se le dirigía la palabra; se limitaba a levantar la vista, lanzando una mirada hostil. Los posaderos y los vecinos del pueblo, que se solían acercar por la noche a tomar un ponche junto al fuego, no tardamos en darnos cuenta de que era mejor no meterse con él. Todos los días cuando regresaba de su paseo, preguntaba si había pasado por allí algún monje de la cofradía de los ladrones. Al principio pensamos que su interés se debía a que echaba de menos la compañía de gentes de su oficio, pero al cabo comprendimos que lo que quería era precisamente evitarla. Cuando un monje se hospedaba en la posada lo observaba a través de la cortina de la puerta antes de entrar en la sala; y siempre estaba más callado que un muerto cuando había un cofrade delante. Yo lo entendía, pues a los pocos días de alojarse con nosotros, me llamó y me ofreció una moneda de plata al mes por mantenerle informado de los miembros de la cofradía que pasaban por los caminos cercanos. En especial, debía avisarle si veía a un monje enano acercarse al Cruïlla sota el puig.
                Me asustaba en sobre manera la idea de un monje enano. Me obsesionaba en sueños. La peor de las pesadillas era verlo saltar, correr y perseguirme por montes y barrancos subiéndose el hábito por encima de las rodillas. Pero, aunque la idea del enano me aterrorizaba, el viejo ladrón me daba mucho menos miedo a mí que a las demás personas que lo trataban. Había noches en las que bebía más cazalla de la cuenta y se le subía a la cabeza; cuando esto sucedía cantaba viejas canciones, terribles y obscenas, obligando a los parroquianos a corearlas:
Per dos quinzets un puro,
per tres una pipa,
per cuatre una guitarra,
per cinc una xica.
El puro pa fumar,
la pipa pa lluir,
la guitarra pa tocar,
i la xica … pa dormir.
Los presentes fingían entusiasmo, más muertos de miedo que otra cosa. El viejo, borracho, se convertía en un tirano, golpeaba la mesa con los enjoyados nudillos imponiendo silencio, mientras levantaba el vaso con la mano izquierda exigiendo que se lo llenáramos de nuevo. Impidiendo que nadie abandonara la posada hasta que caía inconsciente sobre la mesa.
                De las monedas de oro que le dio al posadero el primer día ya no quedaba nada, y permanecía en la posada semana tras semana y mes tras mes. Pero mi patrón tenía miedo de reclamarle más. Durante todo el tiempo que vivió en casa, el ladrón no se quitó el hábito de su cofradía ni un solo día. Nunca vimos que guardaba en las alforjas, nunca escribió ni recibió cartas y nunca habló con nadie más que con los vecinos, y, con estos, solo cuando estaba borracho.
Una noche se enfadó mucho, poco antes de que se aceleraran los acontecimientos. Estaba el doctor Viures fumándose una pipa y hablando con el zapatero en la sala. Recuerdo que me llamó la atención la pulcritud en las maneras y el aspecto del doctor en contraste con los rústicos aldeanos y en especial con el de aquel espantapájaros, sucio, burdo y acabado, que era nuestro Capitán, sentado y harto de aguardiente, con los brazos encima de la mesa. Cantaba a voz en grito:
No volem cap que no estiga borratxo.
No volem cap que no estiga bufat.
Y golpeaba la mesa de aquella manera que todos sabíamos que quería decir: silencio. El doctor seguía hablando como si tal cosa, en tono claro y sosegado. El viejo golpeó más fuerte la mesa y miró furioso al médico, soltando al fin un estentóreo y grosero juramento, le increpó exigiéndole silencio. El doctor arqueó una ceja y le preguntó si se refería a él. A lo que el viejo contestó con una blasfemia y el señor Viures le replicó que si seguía bebiendo cazalla a ese ritmo, el mundo se vería pronto libre de un indeseable bellaco.
El ladrón se enfureció y brincando se puso de pie a la vez que sacaba una gran navaja amenazando con clavar al doctor a la pared. Éste ni pestañeó. Lo miró por encima del hombro y en el mismo tono de voz, bastante alto, para que todos pudieran oírle, pero sin alterarse lo más mínimo, le dijo que si no guardaba la navaja en ese instante a la mañana siguiente sería ahorcado en mitad de la plaza. Pues además de ser el médico del valle, era el magistrado. Se enfrentaron con la mirada, pero el viejo acabó claudicando y volvió a sentarse, dándonos tregua aquella noche y muchas otras después. Lo que nos confirmó que a pesar de llevar el hábito, el ladrón ya no era miembro de la cofradía.


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