-Dahen les espera en el reservado. -Nos dijo el propietario, escrutándonos una vez más tras sus gafas de media luna. Si la idea de reunirnos en privado había sido suya o de mi maestro era algo que escapaba a mi imaginación.
Yo había esperado que el “reservado”, viendo el aspecto exterior de la taberna, fuera un cuartucho oscuro y mal ventilado, con una que otra telaraña y un par de sillas. Para mi alegría resultó ser una habitación pequeña, sí, pero con dos ventanales y una mesa con tapete de ganchillo. Olía a té a pesar de no haber allí ninguna tetera y si me hubieran dicho que la jovencita allí presente era la hija del propietario, me lo habría podido creer. Vestía una camisa inmaculada, pantalones de marinero y botas de aspecto impoluto. El pelo, oscuro y rizado, se lo había recogido en una coleta y nos esperaba allí, sentada en una silla de mimbre y pasando las páginas de una novela con aire aburrido.
-Han llegado tarde. -Fue su único comentario, señalando con aire ausente las otras dos sillas. Pero mi maestro, con esos gruñidos suyos más propios de un carretero que de un sacerdote, rechazó la oferta.
-¿Eres Shaza Dahen?
Ella se limitó a alzar una ceja y señalar un sobre cuadrado que descansaba sobre la mesa.
-Ahí está la patente de corso, y si no me creen no es mi problema. Llevo casi un cuarto de reloj perdiendo aquí el tiempo.
Yo casi podía percibir el enfado de mi maestro, y eso que no podía verle el rostro. Pero supe que Shaza tenía coraje cuando, lejos de amedrentarse ante su mirada, se la sostuvo hasta que Maese Donovan tomó asiento. Lo imité poco después y solo entonces ella dejó la novela y sacó los papeles del sobre. Yo nunca había visto una patente de cerca, lo admito, pero el documento era claramente ostentoso y muy del gusto del actual monarca, eso si podía creerme los rumores que circulaban por los caminos. Yo no alcanzaba a leerlo, solo a ver la tinta, la firma y el sello, pero a mi maestro le debió parecer auténtica porque se la devolvió a Dahen y apoyó los codos sobre la mesa.
-Yo y mi aprendiz tenemos que llegar a la capital antes del equinocio. Imagino que en la oficina de postas la habrán puesto al día. Si esto es una broma, llegará a ojos del monarca. -Gruñó.
Ella esbozó una media sonrisa. -¿Eso es todo?
-Eso es todo. ¿Cuándo zarpa el barco?
Mi maestro acalló una tos y estaba en proceso de levantarse cuando Dahen carraspeó.
-Se le olvida algo, maese.
-¿El qué?
La muchacha se inclinó hacia la mesa, apoyando ahora ella los codos sobre la misma.
-Se le olvida, señoría, hablar de precios.
Pude saber los cambios en el rostro de mi anciano mentor sin necesidad de verlos: sorpresa, indignación y luego furia auténtica.
-¡Ningún hombre de Dios…!
Pero ella alzó la otra ceja y se puso en pie, todo aire juguetón ya lejos de su cara.
-Ni soy un hombre ni sirvo a Dios, maese Donovan. Soy pirata por vocación y corsaria por oficio, y solo escucho su propuesta porque en mi contrato con su majestad el rey se estipula que escucharle es uno de mis deberes. Si usted quiere viajar en mi barco, va a hablarme de dinero. Y si no, se espera a que un barco mercante quiera cruzar el océano, que si ya ha perdido un pasaje puede perder dos. Eso a mí ya no me incumbe.
Maese Donovan temblaba. Ella no parecía tener ningún miedo.
-¡El rey sabrá…!
-Su alteza real tiene la salud delicada y un reino en bancarrota. Si quiere contarle que no he querido llevarle porque usted no ha querido pagar, adelante. Me conozco las leyes del imperio y estoy en mi derecho de negarme. -Ahora fue ella la que se puso en pie. -Si no hay nada más que discutir, me largo. Suerte con su viaje.
Yo estaba, lo admito, impresionado con su franqueza. No sabía si era insolencia, seguridad en sí misma o simplemente estupidez, pero poca gente le plantaba cara a un sacerdote y eso lo sabíamos los tres. También sabíamos que Shaza Dahen tenía razón y mi maestro era orgulloso, quizás arrogante, pero no un necio.
-Trescientos maravedíes. -Le propuso, un instante antes de que ella abriera la puerta.
-Por eso no fleto ni un caballo.
-Quinientos. -Podía notar el dolor en la voz del anciano.
-Ochocientos, me pagan mañana y partimos en diez días. Hagan lo que les venga en gana pero estén al amanecer en el puerto. Si no les gusta la sangre y nos cruzamos con un barco de otra nación, se quedan en el camarote.
Y con eso, firmamos el trato.
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