Capítulo I: Él
Cojo mi libreta
y escribo: día 39, sábado. Escribo a
ciegas. Faltan unas horas para que los primeros rayos de sol se filtren entre
las nubes y acaricien los tejados de la ciudad y mi rostro. Dentro de poco las
fachadas de los edificios adquirirán esas tonalidades rojizas que no volverán a
tener en todo el día. Los camiones de reparto inauguran los ruidos vespertinos.
Desentumezco los músculos agarrotados por el frío y la humedad de la noche. Me
duele la cabeza y el estómago. Me cuesta enfocar. Las encías me arden. Apesto. Una
ducha y el olor a ropa limpia ahuyentarían toda sospecha.
Hace 39 días que
me lo comunicaron. Recuerdo bien ese día. Las palabras salían de la boca de mi
superior mientras una descomunal grieta se abría bajo mis pies. Luego vino el
silencio, el escalofrío que recorrió mi espalda y la vista nublada. Cuando sentí
que las paredes me oprimían, huí. Dejé mi i phone 7, las llaves del BMV x5, la
tarjeta de empresa, y mi estatus sobre el escritorio. Ese estatus que me
otorgaba mi puesto de director en el Instituto de Investigación y el
todoterreno. Antes de abandonarlo todo, escondí el portátil bajo la chaqueta de
mi traje sastre. Cuando puse un pie en la calle no quedaba nada de esa
“eminencia a nivel europeo”, de la que hablaban los periódicos. Un sol cegador
me obligó a entrecerrar lo ojos. Hacía años que mi jornada laboral empezaba a
las cinco de la mañana y terminaba cuando ya había anochecido. Las primeras
horas eran las más productivas, sin las interrupciones del teléfono, e mails,
reuniones estériles o visitas inesperadas… De repente una rama desprendida de
un árbol me golpeó la cara. Un calor sofocante me obligó a aflojar el nudo de
la corbata. Cuando me encontraba a una manzana de mi casa, me detuve en seco. Esas
paredes tampoco me pertenecían ya. Me senté en un banco. Pasaron las horas,
llegó la noche. Llegó el nuevo día. Otros soles abrasaron mi rostro. No estoy
muy seguro del tiempo que transcurrió. Y de pronto la vi tras una cortina de
lluvia. Un aura de tristeza la envolvía. Era incapaz de encontrar las llaves en
su bolso. Desesperada, arrojó todo el contenido de su mochila en la acera: un
bote de pastillas, una libreta, un boli, una llave, cigarros sueltos, un
mechero y una bolsa de plástico transparente cuyo contenido no sé si era tabaco
o hierba. Luego se volvió y me miró. Yo turbado por haber estado espiando en la
intimidad de su bolso, bajé la mirada. Ella llamó al timbre, la puerta se abrió
y entró en el portal. La llave quedó abandonada en el asfalto. Se le olvidó recoger
lo único que estaba buscando. Cuando aquella fachada la engulló, puse en marcha
mis agarrotadas piernas y recogí la llave. La introduje en la cerradura y entré
al edificio en cuya azotea me encuentro.
Un sol
indulgente me da la bienvenida a un nuevo día. Nueva anotación en la libreta: La mayoría de las personas necesitan ser felices
para vivir, pero este no es mi caso.
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