IRÁS Y NO VOLVERÁS
(RELATO)
Nothing except a battle lost
can be half as melancholy as a
battle won.
Lord Wellington
I.- UN SECUESTRO
– ¡Tenemos que impedir que lo
readmitan!- concluí, a modo de resumen.
Era fácil de ver. La suerte había
puesto en nuestras manos una ocasión única, y ahora podía irse al traste.
–Eso está claro–dijo Angustio, siempre sensato y siempre
pesimista– pero, ¿me queréis decir cómo?
–Sólo hay una forma –intervino
ahora Lito– Pero, antes, ¿queréis decirle que se vaya?
Y
aunque lo dijo en plural, me miraba a mí y con la vista señalaba a Bertoldo, que se hallaba discretamente
cerca de la puerta.
Traté
de protestar:
– ¡Hombre, es que es el bibliotecario! Sin él no podríamos estar aquí.
– ¡Hombre, es que es el bibliotecario! Sin él no podríamos estar aquí.
–Ya
sé, pero que te dé las llaves y que se largue –me dijo Lito– Ésta es una
reunión de los delegados exclusivamente.
Tenía razón, y mirando a los demás,
silenciosos, vi que lo aprobaban. Así que me levanté de mala gana y conseguí
que Berto me diera las llaves sin demasiada protesta y se fuera.
– ¡Me joden los espías!– estaba
diciendo Lito, en voz suficientemente alta para que Berto, al otro lado de la
puerta, lo escuchara.
–
¡Oye, que es mi amigo!
– ¡Ni amigo, ni pollas! Esto que
discutimos es vital, y debe quedar entre nosotros.
– Como el Consejo de
ministros–terció Angustio, irónico, y
Lito le dirigió una mirada feroz, pero sin contestarle, prosiguió:
– Vamos a ver, que el tiempo corre.
Cuando llegaron sus padres, Nando no estaba, había salido, y se han quedado en la salita de
espera. No sé cuánto tardará en volver, pero no debe ser mucho, si están
esperándole. Cuando llegue, si es que no lo ha hecho ya, imagino que hablará
primero con el padre a solas, y que el Tuit
se quedará con la madre, fuera, en la salita. Es el momento en que debemos
actuar nosotros. Hay que hacerle salir y llevárnoslo.
– ¿Y qué quieres que hagamos con
él? –preguntó Guillermo, hasta ahora callado.
–Nada de particular. Hay que
hacerlo desaparecer.
Angustio se echó a reír, diciendo:
– ¿No pretenderás que nos lo
carguemos, verdad? Porque tú ves demasiadas películas de gángsters…
–No, sólo hay que secuestrarlo.
Bueno, le podéis llamar como queráis, pero hay que evitar que esté disponible
durante veinticuatro horas, e impedir así que le readmitan. Es cuestión de
llevárselo adónde sea, emborracharlo, llevarlo de putas o algo así, y que no
aparezca.
–Pero no vamos a ir los cinco en
comisión con el chico ese por ahí –dijo Bernabé.
–No, los cinco no. Basta con uno o
dos. Y, de hecho, no debemos ser nosotros, hay que buscar a alguno de los
nuestros que sea amigo suyo y que sea el quien lo haga, al menos quien lo saque
del Colegio. Luego podemos seguir alguno de nosotros.
– Eso es muy complicado…–empecé a
decir, pero Lito me cortó
–Ya sé que es complicado, y encima
corre prisa. Pero es cuestión de sí o sí. A ver, alguien de vosotros que conozca
a algún amigo del Tuit con el que
podamos contar.
Enseguida pensé en Antonio Vera.
Era de nuestros incondicionales, y había sido compañero de Instituto del Tuit. No me pegaba que Antonio, al que
yo llamaba mentalmente el pequeño
filósofo, se dedicara a los secuestros. Pese a todo, lo mencioné.
A Lito le pareció bien:
–Pues, de inmediato, te vas a buscarlo y que se lo lleve al bar más próximo, que en un cuarto de hora iremos nosotros, alguno de nosotros –recalcó con un poco de retintín – y lo relevaremos.
–Pues, de inmediato, te vas a buscarlo y que se lo lleve al bar más próximo, que en un cuarto de hora iremos nosotros, alguno de nosotros –recalcó con un poco de retintín – y lo relevaremos.
– ¿Que lo lleve al Montecarlo?
–pregunté
– ¡Noo! Al Montecarlo, no, que esos
son confidentes…No, al que está enfrente del cine.
Angustio meneó la cabeza con
preocupación:
–Lito, lo tuyo es ya paranoia.
–Lito, lo tuyo es ya paranoia.
Pero Lito no le hizo caso y me
dio prisa para que saliera. Antes, me pidió las llaves de la biblioteca, y no
me quedó más remedio que dárselas.
Mientras buscaba a Antonio, el
ritmo agitado de estos últimos días refluía en mi mente. Hacía tres días solo
que, sin que nadie lo planeara, cuando íbamos a entrar en el comedor a cenar
algunos de los que estaban en primera fila empezaron a correr la voz:
– ¡Otra vez pollo! ¡Otra vez pollo!
– ¡Otra vez pollo! ¡Otra vez pollo!
Y Dios sabe quién fue el primero
que dijo eso de:
– ¡Pues no entramos!
Yo recuerdo a uno, al que
llamábamos la Foca, que no era de los
nuestros, diciéndolo, y como era de esos tipos de voz autoritaria y grave, se
imponía. Yo mismo, al dar media vuelta, no pensaba en las consecuencias. Las
“huelgas de hambre” eran un recurso esporádico, porque fastidiaban más al
director que a nosotros mismos, pero no podía ser habitual, porque nos veíamos
obligados a pagarnos la comida en algún bar, aunque nos diera cierta
satisfacción. Y, por lo menos en los días siguientes, la comida mejoraba de
manera ostensible.
Pero esta vez ocurrió lo
inesperado. Nadie podía imaginarse que al Tuit,
un miserable novato, se le iba a ocurrir llamar al diario local, y mucho menos
que éste, sin duda falto de mejores noticias, publicaría al día siguiente la
noticia, en una discreta página interior, desde luego, con el título de “Huelga
de hambre en el Colegio Mayor”
Lo demás vino rodado. El chico,
no sé si por incauto o por exhibirse, había llamado al periódico desde el
propio Colegio, y luego se jactó de haberlo hecho, de modo que apenas hubo que
descubrirlo. Nando, el director, que era un facineroso al que sólo le
preocupaba guardar las formas, se debió cabrear muchísimo, y sin contar con
nadie, decidió expulsarlo.
Si digo que a todos nos pareció
mal su forma de actuar hay que entenderlo con ciertos matices. Para algunos de
los colegiales, sobre todo los más veteranos, el muchacho se había ganado de
sobra la expulsión, pero la mayoría simpatizaba con su llamada, que ellos no
hubieran hecho ni borrachos. Entre los delegados, y los que nos apoyaban, la
cosa estaba más clara. Nos parecía mal desde el punto de vista formal, porque
según los Estatutos, una decisión disciplinaria de esa gravedad no podía
tomarse sin consultar con la Junta rectora, de la que formábamos parte, y Nando
lo había hecho a las bravas. Pero no hacía falta ser un lince para darnos
cuenta de que, de ese modo, Nando nos había dado el pretexto formal, o al menos
la ocasión de enfrentarnos abiertamente con él, pidiendo su dimisión.
Desde el año anterior ya se había
visto que sus promesas de liberalización, plasmadas en unos nuevos estatutos,
que sustituían a los del tiempo falangista, que no sólo no se cumplían sino que
daban risa de anticuados, con la introducción de representantes electos en la
Junta rectora, no habían pasado de ser una maniobra táctica, para seguir él de
director, sin preocuparse del Colegio, en detrimento de las actividades
culturales que, no hacía tanto, aún florecían.
En las reuniones preparatorias de
nuestra candidatura de este curso ya se había comentado que el principal
escollo para cualquier mejora era Nando. Hasta el habitualmente mesurado Angustio lo había dicho, bien es cierto
que en petit comité, con todas las
letras. Pero no podíamos sino ejercer de moderada oposición, sobre todo porque
al común de los colegiales lo que le preocupaba era que le dieran bien de
comer, y lo de las actividades culturales les dejaba fríos. En ese aspecto,
nuestra principal promesa electoral –por lo demás, cumplida de inmediato –había
sido muy atractiva: huevos fritos para desayunar. La victoria de nuestra
candidatura (cinco de cinco) impuso esta medida de manera casi automática, y
era una de las razones principales de nuestra popularidad.
Encontré a Antonio antes de lo
imaginado. El que estuviera en un rincón de la sala de lectura un día de clase
a las 11 de la mañana indica hasta qué punto estábamos en una situación
anómala. Le expliqué lo más rápido que supe lo que pasaba y lo que queríamos de
él, y he de decir en su honor que lo entendió todo, no puso objeciones y se
dirigió conmigo hacia la sala de espera del despacho del director. Le indiqué
que era preferible que se asomara él solo, y que nos veríamos en el Tívoli
dentro de un cuarto de hora.
–Y hazle tomar algo fuerte, un
coñac, por ejemplo
– ¿Un coñac a las 11 de la
mañana?
– Bueno, pues un carajillo, pero
algo que lo entone.
Lo dejé, pero desde la escalera
me quedé atisbando y poco después reapareció con el Tuit. Me dio la sensación de que le iba empujando, pero el otro se
dejaba llevar. No logré entender lo que decían, pero el caso es que la cosa iba
saliendo.
Llamé con discreción a la puerta
de la biblioteca. Me abrió Bernabé y yo exultaba.
– ¡Ya está! Antonio se lo está llevando al
huerto.
– ¿Al huerto? –inquirió con falsa
sorpresa Angustio
–Bueno, al Tívoli, que viene a
ser lo mismo.
– ¡Muy bien! ¿Sabes si Nando ya
estaba en su despacho?– preguntó Lito
– No sé nada, sólo que Antonio se
lo ha llevado.
– Bueno, pues ahora habrá que
relevarlo y llevarse al Tuit a lugar
seguro durante 24 horas.
Angustio puso mala cara, y los
otros dos rebulleron inquietos. Yo mismo no veía la forma de esconder tanto
tiempo a una persona, a la que sus padres buscarían sin duda.
–No queda otro remedio–insistió
Lito– La cosa es quién lo va a hacer. Y no puede ser Antonio, desde luego.
– ¿Por qué no, si puede saberse?–
preguntó Guillermo
– ¡Elemental! Lo han visto sus
padres, y por tanto dentro de pocos minutos ha de estar de vuelta y tener una
sólida coartada por si le preguntan.
– ¡Ay, Lito, cómo te gustan las
novelas!–exclamó Angustio.
Pero lo que decía Lito era
razonable. Barajamos nombres de gente que podía hacerse cargo del chico. Yo,
incluso, mencioné a Berto, pero Lito bufó sin tomarse la molestia de
contradecirme.
–Pues si no hay nadie hemos de
ser nosotros–dijo Lito–En realidad, no corremos ningún riesgo. Mañana estará
expulsado y no volverá por el Colegio. Lo que pueda contar en su casa no nos va
a afectar. Eso, si se acuerda de algo coherente.
Hizo una pausa y añadió:
–No se hable más, vista vuestra
descriptible disposición, lo haré yo mismo, y tú–dijo mirándome a mí – me
acompañarás.
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