Dormí el sueño de los justos
durante muchos años bajo el monasterio de San Francisco. Pero antes de eso fui
una próspera vega fuera de las murallas de Balansiya. Necesitada y atendida con mimo por los que
venían a cuidar de sus huertos, me gustaba el tranquilo quehacer de los mayores
y la efervescencia de los niños que correteaban tras sus padres. Un día llegó
un ejército, se instalaron sobre mi fértil lomo y lo convirtieron en un
lodazal. Ya no daba frutos, ya no corrían los niños entre las matas. No quería
ver lo que sucedía y decidí dormir.
Al despertar comprobé que
habían vuelto a plantar árboles frutales, que un par de fuentes me decoraban y
que un majestuoso edificio se erigía sobre mí. Unos monjes, vestidos del color
de mi tierra y cubiertas las cabezas, paseaban mientras iban murmurando
alrededor de la plaza que formaban los árboles. ¡Volvía a ser importante para
los hombres! Obtenían su alojamiento y su alimento de mí. Los años pasaron y el
aburrimiento me invadió. No había niños, las viejas manos que cuidaban del
huerto parecían siempre las mismas. Sin darme cuenta volví a dormirme.
Debió pasar mucho tiempo,
porque otra vez volvieron los soldados convirtiéndome en un barrizal. En lugar
de pasear plácidamente, golpeaban con sus botas, todos a una, el suelo
empedrado. Al menos una parte de los muros que me rodeaba fue destruida para
bien; las personas y los carros pasaban a través del huerto de uno al otro
lado. Pude comprobar que los corazones eran los mismos de los que me habían
cuidado anteriormente, aunque sus atuendos eran muy distintos.
Más tarde todos los muros y
edificios fueron derribados, retiraron los escombros y plantaron árboles, convirtiéndome en un
parque. Los niños volvían a correr persiguiéndose alrededor de los setos. Las
señoras paseaban cogidas del brazo contándose las últimas novedades. Los varones
hablaban del precio de las naranjas que se había estancado. Me convertí en el
centro político y social de la ciudad.
Se trasladó el organismo que
dirigía los pasos de aquellos ciudadanos a un edificio en mi costado, y
empezaron a rodearme de bellas casas desde cuyas ventanas se podía observar a
quienes paseaban y buscaban ser admirados. Era un lugar importante, la gente
venía a verme y comprobaba las obras de los modernos inmuebles. Conforme los
iban terminando se abrían en los bajos cafeterías y comercios de lujo. Los
tranvías me atravesaban de norte a sur y de este a oeste. Un par de quioscos
abastecían a las gentes de billetes de tranvía, prensa y refrescos. Unos
bonitos puestos con zócalos de cerámica, toldos rayados y techos en forma de
hongo abastecían de flores a la ciudadanía. Fue una época vibrante, el tren
llegaba hasta mi lado sur, la gente iba y venía, todo el mundo me tenía en
cuenta. Se organizaban ferias y espectáculos. Era el ombligo de una nueva
generación.
Quisieron embellecerme como
merecía mi condición de centro neurálgico. Me elevaron unos metros enmarcándome
con unos bellos escalones. Y construyeron las floristerías bajo tierra, en el
centro dejaron un gran mirador por el que entraban la luz y el aire, rodeado de
una elegante barandilla a la que se podían asomar los señores y señoras a ver
el mercado de flores. Una bella fuente refrescaba el ambiente a la vez que
surtía de agua para dar de beber a las flores. En el parque superior tres
fuentes, varios parterres y bancos invitaban al paseo. Todo el mundo deseaba
tener un rato libre para acercarse a comentar los últimos acontecimientos con
sus convecinos. Era tan importante que, en época de fiesta, se organizaban
tenderetes para ofrecer alimentos y refrescos cuando hacía frío o al llegar la
primavera; y más flores en otoño para compensar la tristeza de los días cortos.
No sé cómo mi éxito fue
decayendo. La gente ya no venía a pasear. Tenían miedo de bajar al mercado de
las flores y los pocos puestos que quedaron los subieron al paseo superior. La
gente pasaba apresurada por la calle y los comercios de los bellos edificios ya
no utilizaban mis aceras para mostrar sus mercancías. Fueron unos años
aburridos, feos y grises en los que raramente algún niño venía a jugar o
señoras a cotillear, no tenían tiempo. Terminaron considerando que era un
espacio perdido y decidieron sacarme partido. Destruyeron el paseo y el
subterráneo mercado de las flores; convirtiendo el triángulo que me conformaba
en un triste solar. Colocaron una fuente para su uso como rotonda y los
horribles carros de hierro tomaron posesión de todo mi ser. Al borde de las construcciones
corrían veloces y cuando debían estacionarse utilizaban mi yermo centro. Ya no
le interesaba a la gente y decidí que ellos a mí tampoco. Dormí.
Una vez más una multitud me
despertó con sus pisadas, solo que esta vez no era con fines agresivos sino
lúdicos. Utilizaban mi explanada central para hacer mucho ruido. Un estridente
sonido con una determinada cadencia que les alegraba los corazones. El rito se
repetía cada día. Empezaban a llegar al medio día y se iban colocando
alrededor. Cada vez había más gente, hasta que ya no cabía prácticamente nadie.
Entonces botaban y gritaban unos, otros cantaban, los que acababan de llegar empujaban
a los demás para acercarse más. ¡Nunca había estado tan llena! Y al salir una
bella muchacha al balcón de la casa de la ciudadanía, unas bolas forradas de
papel y encordadas empezaban a explotar, en el único espacio libre que me
quedaba, y salían disparados hacia el cielo cilindros que provocaban un gran
estruendo. Ruido, humo, risas, bailes y cantos. Otra vez la gente acudía a mí,
me necesitaban. Cada día más que el anterior. Hasta que de repente un día cesó.
Los coches volvieron a invadirme, la gente a pasar apresurada la vista puesta
en mis aceras. Creí desfallecer, había sido tan bonito que me había ilusionado.
Otras veces habían hecho ruido, pero no tantos días seguidos. Equivocadamente
creí que aquello duraría siempre.
Y después de una larga
primavera, un ardiente verano, un triste otoño y un inacabable invierno la
gente volvió a mí. Vinieron y durante otros diecinueve días fui importante para
ellos. Y desde entonces así es; a partir del primer día de marzo, llueva o haga
calor, cuando son las dos del medio día vuelvo a ser el centro de esta
bulliciosa ciudad.
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