13/2/17

La plaza triangular de los ocho nombres


               Dormí el sueño de los justos durante muchos años bajo el monasterio de San Francisco. Pero antes de eso fui una próspera vega fuera de las murallas de Balansiya.  Necesitada y atendida con mimo por los que venían a cuidar de sus huertos, me gustaba el tranquilo quehacer de los mayores y la efervescencia de los niños que correteaban tras sus padres. Un día llegó un ejército, se instalaron sobre mi fértil lomo y lo convirtieron en un lodazal. Ya no daba frutos, ya no corrían los niños entre las matas. No quería ver lo que sucedía y decidí dormir.
Al despertar comprobé que habían vuelto a plantar árboles frutales, que un par de fuentes me decoraban y que un majestuoso edificio se erigía sobre mí. Unos monjes, vestidos del color de mi tierra y cubiertas las cabezas, paseaban mientras iban murmurando alrededor de la plaza que formaban los árboles. ¡Volvía a ser importante para los hombres! Obtenían su alojamiento y su alimento de mí. Los años pasaron y el aburrimiento me invadió. No había niños, las viejas manos que cuidaban del huerto parecían siempre las mismas. Sin darme cuenta volví a dormirme.
Debió pasar mucho tiempo, porque otra vez volvieron los soldados convirtiéndome en un barrizal. En lugar de pasear plácidamente, golpeaban con sus botas, todos a una, el suelo empedrado. Al menos una parte de los muros que me rodeaba fue destruida para bien; las personas y los carros pasaban a través del huerto de uno al otro lado. Pude comprobar que los corazones eran los mismos de los que me habían cuidado anteriormente, aunque sus atuendos eran muy distintos.
Más tarde todos los muros y edificios fueron derribados, retiraron los escombros  y plantaron árboles, convirtiéndome en un parque. Los niños volvían a correr persiguiéndose alrededor de los setos. Las señoras paseaban cogidas del brazo contándose las últimas novedades. Los varones hablaban del precio de las naranjas que se había estancado. Me convertí en el centro político y social de la ciudad.
Se trasladó el organismo que dirigía los pasos de aquellos ciudadanos a un edificio en mi costado, y empezaron a rodearme de bellas casas desde cuyas ventanas se podía observar a quienes paseaban y buscaban ser admirados. Era un lugar importante, la gente venía a verme y comprobaba las obras de los modernos inmuebles. Conforme los iban terminando se abrían en los bajos cafeterías y comercios de lujo. Los tranvías me atravesaban de norte a sur y de este a oeste. Un par de quioscos abastecían a las gentes de billetes de tranvía, prensa y refrescos. Unos bonitos puestos con zócalos de cerámica, toldos rayados y techos en forma de hongo abastecían de flores a la ciudadanía. Fue una época vibrante, el tren llegaba hasta mi lado sur, la gente iba y venía, todo el mundo me tenía en cuenta. Se organizaban ferias y espectáculos. Era el ombligo de una nueva generación.
Quisieron embellecerme como merecía mi condición de centro neurálgico. Me elevaron unos metros enmarcándome con unos bellos escalones. Y construyeron las floristerías bajo tierra, en el centro dejaron un gran mirador por el que entraban la luz y el aire, rodeado de una elegante barandilla a la que se podían asomar los señores y señoras a ver el mercado de flores. Una bella fuente refrescaba el ambiente a la vez que surtía de agua para dar de beber a las flores. En el parque superior tres fuentes, varios parterres y bancos invitaban al paseo. Todo el mundo deseaba tener un rato libre para acercarse a comentar los últimos acontecimientos con sus convecinos. Era tan importante que, en época de fiesta, se organizaban tenderetes para ofrecer alimentos y refrescos cuando hacía frío o al llegar la primavera; y más flores en otoño para compensar la tristeza de los días cortos.
No sé cómo mi éxito fue decayendo. La gente ya no venía a pasear. Tenían miedo de bajar al mercado de las flores y los pocos puestos que quedaron los subieron al paseo superior. La gente pasaba apresurada por la calle y los comercios de los bellos edificios ya no utilizaban mis aceras para mostrar sus mercancías. Fueron unos años aburridos, feos y grises en los que raramente algún niño venía a jugar o señoras a cotillear, no tenían tiempo. Terminaron considerando que era un espacio perdido y decidieron sacarme partido. Destruyeron el paseo y el subterráneo mercado de las flores; convirtiendo el triángulo que me conformaba en un triste solar. Colocaron una fuente para su uso como rotonda y los horribles carros de hierro tomaron posesión de todo mi ser. Al borde de las construcciones corrían veloces y cuando debían estacionarse utilizaban mi yermo centro. Ya no le interesaba a la gente y decidí que ellos a mí tampoco. Dormí.
Una vez más una multitud me despertó con sus pisadas, solo que esta vez no era con fines agresivos sino lúdicos. Utilizaban mi explanada central para hacer mucho ruido. Un estridente sonido con una determinada cadencia que les alegraba los corazones. El rito se repetía cada día. Empezaban a llegar al medio día y se iban colocando alrededor. Cada vez había más gente, hasta que ya no cabía prácticamente nadie. Entonces botaban y gritaban unos, otros cantaban, los que acababan de llegar empujaban a los demás para acercarse más. ¡Nunca había estado tan llena! Y al salir una bella muchacha al balcón de la casa de la ciudadanía, unas bolas forradas de papel y encordadas empezaban a explotar, en el único espacio libre que me quedaba, y salían disparados hacia el cielo cilindros que provocaban un gran estruendo. Ruido, humo, risas, bailes y cantos. Otra vez la gente acudía a mí, me necesitaban. Cada día más que el anterior. Hasta que de repente un día cesó. Los coches volvieron a invadirme, la gente a pasar apresurada la vista puesta en mis aceras. Creí desfallecer, había sido tan bonito que me había ilusionado. Otras veces habían hecho ruido, pero no tantos días seguidos. Equivocadamente creí que aquello duraría siempre.
Y después de una larga primavera, un ardiente verano, un triste otoño y un inacabable invierno la gente volvió a mí. Vinieron y durante otros diecinueve días fui importante para ellos. Y desde entonces así es; a partir del primer día de marzo, llueva o haga calor, cuando son las dos del medio día vuelvo a ser el centro de esta bulliciosa ciudad.




                         
Convento de San Francisco

Plaza de Isabel II

Webgrafía




Plaza de Emilio Castelar

Nombres de la plaza
1423-1840 Plaza de San Francisco
1840-1843 Plaza del General Espartero
1843-1868 Plaza de Isabel II
1868-1874 Plaza de la Libertad
1874-1899 Plaza de San Francisco (de nuevo)
1899-1939 Plaza de Emilio Castelar
1939-1979 Plaza del Caudillo
1979-1987 Plaza del País Valenciano
Desde 1987 Plaza del Ayuntamiento



Historia de la plaza
1239 Inicio construcción convento de San Francisco
1805 Retirada de las tapias del huerto del convento
1835 Desalojo de los monjes. Desamortización de Mendizábal
1836 Cuartel de caballería de los Lanceros de Numancia
1891 Derriban el convento y el barrio de Pescadores
1900 Parque de San Francisco
1927 Javier Goerlich por orden del entonces alcalde Marqués de Sotelo diseña la nueva plaza con la “Tortada” en el centro y el mercado de flores.
1933 Inauguración de la plaza con el mercado de las flores subterráneo
1961 Por orden del alcalde Adolfo Rincón de Arellano se destruye la “Tortada” convirtiendo la plaza en un estacionamiento de vehículos
1988 Se celebran por primera vez mascletás los primeros diecinueve días de marzo seguidos



Plaza del Ayuntamiento


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