13/2/17

MANTAS GRISES


Una mujer lava ropa en un barreño de plástico verde; otra improvisa un tendedero; muchos deambulan con la mirada perdida; un grupo de hombres recuestan su abatimiento y su tedio sobre sus escasas pertenencias; una joven lanza un llanto desgarrador a su teléfono móvil; un grupo de niños juegan al fútbol con la lata vacía de un refresco; todos hacen cola a las nueve, a las tres y a las ocho; una legión de voluntarios reparten envases de aluminio, bocadillos y agua; unas niñas corretean y ríen intentando levantar el vuelo de una cometa improvisada; una joven acuna a su bebé de forma mecánica mientras sus pensamientos y su mirada surcan miles de kilómetros; unos bebés dormitan sobre montones de bolsas de plástico… Sobre sus cabezas, el techo de una antigua nave industrial abandonada. Bajo sus pies, las mantas grises que Acnur les ha proporcionado en un intento insuficiente de aislarlos del frío y de su realidad. Fuera: el viento salino del Puerto del Pireo ondula las telas multicolor de centenares de tiendas de campaña de cuatro metros cuadrados que dan cobijo a miles de historias.

Ibrahim era chef; Maryam era profesora; Mohamad nunca aprendió a leer ni a escribir; Saida, viuda a los 29 años, ha visto sus hijos reducidos a cinco; Leila espera reencontrarse con su novio en Alemania; el pequeño Shaheen, que presenció cómo masacraron a sus padres y hermanos, comparte tienda con sus primos y tíos; el joven Shamaly siempre echa una mano a los voluntarios para sentirse útil; Amal tiene pánico a los aviones; Hasan está dispuesto a pagar 3.000 euros por un pasaporte falso; Omar se niega a recordar su estancia en las cárceles sirias. La muerte era más fácil que soportar todo lo que nos hicieron, susurra. Hamza, de diez años, dice no sentir nada después de perder a su mejor amigo y compañero de pupitre tras un ataque aéreo.

Dentro de la vieja nave, Ali explica a un periodista que no quería que lo reclutaran porque no quería matar. Nuseiba quería huir del infierno. Vivían en Salamiya, fueron a la Universidad, las bombas de barril abrieron un cráter en su presente, la guerra engulló a sus seres queridos, huyeron, escogieron la ruta del Egeo, cruzaron mares con embarcaciones precarias, esquivaron a los guardacostas... Están tumbados sobre las mantas grises. Sueñan con un futuro, con vivir en paz, con formar una familia, con encontrar un trabajo lejos de los proyectiles… Están atrapados de nuevo, pero en otro escenario, porque Europa ha cerrado las fronteras. Están cansados, pero vivos. Esperan. Comparten el techo de la fábrica abandonada, pero no se conocen.

Todos han recorrido miles de kilómetros, pero basta el ruido de las hélices de un helicóptero sobrevolando la zona de refugiados, la sangre en la rodilla de un niño, un llanto desconsolado, un grito amargo, la sirena de una ambulancia, las escandalosas carreras de los críos, o el sonido chirriante de una puerta metálica… para trasladarlos a otro lugar, para que asome el miedo.

Anochece. Confían en que la Unión Europea abra sus fronteras. Esperan su futuro mientras arrastran su pasado. Unas risas infantiles procedentes del interior de una tienda de campaña iluminada rompen el silencio y la oscuridad de la noche. 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario