Una mujer lava ropa en un
barreño de plástico verde; otra improvisa un tendedero; muchos deambulan con la
mirada perdida; un grupo de hombres recuestan su abatimiento y su tedio sobre
sus escasas pertenencias; una joven lanza un llanto desgarrador a su teléfono
móvil; un grupo de niños juegan al fútbol con la lata vacía de un refresco; todos
hacen cola a las nueve, a las tres y a las ocho; una legión de voluntarios
reparten envases de aluminio, bocadillos y agua; unas niñas corretean y ríen intentando
levantar el vuelo de una cometa improvisada; una joven acuna a su bebé de forma
mecánica mientras sus pensamientos y su mirada surcan miles de kilómetros; unos
bebés dormitan sobre montones de bolsas de plástico… Sobre sus cabezas, el
techo de una antigua nave industrial abandonada. Bajo sus pies, las mantas
grises que Acnur les ha proporcionado en un intento insuficiente de aislarlos
del frío y de su realidad. Fuera: el viento salino del Puerto del Pireo ondula
las telas multicolor de centenares de tiendas de campaña de cuatro metros
cuadrados que dan cobijo a miles de historias.
Ibrahim era chef; Maryam
era profesora; Mohamad nunca aprendió a leer ni a escribir; Saida, viuda a los
29 años, ha visto sus hijos reducidos a cinco; Leila espera reencontrarse con
su novio en Alemania; el pequeño Shaheen, que presenció cómo masacraron a sus
padres y hermanos, comparte tienda con sus primos y tíos; el joven Shamaly
siempre echa una mano a los voluntarios para sentirse útil; Amal tiene pánico a
los aviones; Hasan está dispuesto a pagar 3.000 euros por un pasaporte falso;
Omar se niega a recordar su estancia en las cárceles sirias. La muerte era más fácil que soportar todo lo
que nos hicieron, susurra. Hamza, de diez años, dice no sentir nada después de perder a su mejor amigo
y compañero de pupitre tras un ataque aéreo.
Dentro de la vieja nave, Ali
explica a un periodista que no quería que lo reclutaran porque no quería matar. Nuseiba quería huir del infierno. Vivían en Salamiya, fueron a la Universidad, las bombas de barril abrieron un cráter en su presente, la guerra engulló a sus seres queridos, huyeron, escogieron
la ruta del Egeo, cruzaron mares con embarcaciones precarias, esquivaron a los
guardacostas... Están tumbados sobre las mantas grises. Sueñan
con un futuro, con vivir en paz, con formar una familia, con encontrar un
trabajo lejos de los proyectiles… Están atrapados de nuevo, pero en otro
escenario, porque Europa ha cerrado las fronteras. Están cansados, pero
vivos. Esperan. Comparten el techo de la fábrica abandonada, pero no se
conocen.
Todos han recorrido miles
de kilómetros, pero basta el ruido de las hélices de un helicóptero
sobrevolando la zona de refugiados, la sangre en la rodilla de un niño, un
llanto desconsolado, un grito amargo, la sirena de una ambulancia, las escandalosas
carreras de los críos, o el sonido chirriante de una puerta metálica… para trasladarlos a otro lugar, para que asome el miedo.
Anochece. Confían en que la
Unión Europea abra sus fronteras. Esperan su futuro mientras arrastran su
pasado. Unas risas infantiles procedentes del interior de una tienda de campaña
iluminada rompen el silencio y la oscuridad de la noche.
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