NO HAY TAL LUGAR
Si os dan papel
pautado
Escribid
por el otro lado
J.R.
Jiménez
Paulita suspiró mientras una
especie de montacargas elevaba chirriando el ataúd que contenía los restos de
Pastoriza hasta el nicho en que iban a ser colocados.
El suspiro la trajo de nuevo a la
realidad o, más bien, le planteó una cuestión: ¿Qué hacía ella allí? Había
venido al cementerio mecánicamente tras el funeral y sólo ahora era consciente
del desagrado que sentía, sin contar con el cansancio provocado por la caminata
por el enorme (y horrible) recinto. Se sentía perpleja al verse en un acto al
que nunca había pensado asistir.
El caso es que Pastoriza, un
antiguo compañero de la oficina, ya jubilado, nunca había sido santo de su
devoción. Y sin embargo, allí estaba, con una veintena de los familiares y
amigos más íntimos asistiendo a su entierro.
A Paulita no le gustaban los
entierros. Tanto menos cuanto que los recuerdos de la muerte de sus padres
estaban aún próximos. Eso hacía más inexplicable su decisión de acudir al
cementerio en vez de despedirse, tras el funeral, de la viuda.
¡La pobre Marita! Curiosamente era, de toda la familia, a la
que menos conocía. Estaba vieja, ajada, y aunque el golpe sufrido explicara su
estado, siempre había habido en ella algo de desvaído, por no decir de
bobería... ¡Pobre! Paulita estaba convencida –pese a rechazar el pensamiento–
de que Pastoriza engañaba regularmente a su mujer y, peor aún, que se lo
merecía, por tonta. No es que, ni por asomo, a Paulita le pareciera atractivo Pastoriza.
Ya hemos dicho que no era santo de su devoción, pero su antipatía, lo decimos
por el lector con aficiones psiquiátricas, no derivaba en absoluto de una
inconsciente atracción defraudada. Además, a Pastoriza lo conoció siempre
casado y Paulita, una chica honesta, de las de antes, no hubiera consentido ni
un segundo...
La antipatía que le inspiraba
Pastoriza tenía su origen en el carácter de éste, gracioso y simpático. Había
que conocer a Paulita para entender esta paradoja. Ella, ya se va viendo, era
una chica seria y trabajadora, que gustaba de amistades fieles y tranquilas, y
el pobre Pastoriza era un bromista irresponsable y casquivano. A Paulita le
parecía volver a oír, después de unos años de tregua, el diario saludo con que
Pastoriza, eterno rezagado, la obsequiaba, amén de algún que otro piropo. Aquello
había formado parte de su vida cotidiana y aunque no llegaba a atacarle los
nervios, sí que sintió cierto descanso cuando él se jubiló.
Un sollozo contenido atrajo su
atención, mientras los empleados del cementerio empezaban a cerrar el nicho.
Miró al grupo de la familia. Todos los hijos de Pastoriza habían pasado, en una
época u otra, por la oficina y aunque no habían durado mucho, Paulita los había
apreciado y hasta compadecido. Sin embargo, parecía que todos ellos habían
sabido adquirir un status social
superior al de su padre.
Se recordó a sí misma recién
ingresada, cuando Pastoriza llevaba a sus hijos, niños entonces, a la oficina.
En esa época todo tenía un aire más familiar, aunque había más empleados (y más
trabajo) que ahora. Recordaba a “Tonito”, Antonio, ceñudo pero afectuoso. Hoy
era médico, un señor doctor. Allí estaba con su traje oscuro, frisando los
cuarenta. Su preferido, sin embargo, era el segundo, Juan Martín, o como él,
con su lengua de trapo de los cuatro años, decía, “Cantantín”, ahora un
elegante ejecutivo.
Un cuchicheo al otro lado la
distrajo ¡Qué poca vergüenza! Allí
estaba Vendres con su amigo. Él, por lo visto, también había
decidido venir, y no iba Paulita a reprochárselo; pero lo de traerse al
amigo era casi increíble. Como increíble le había parecido a Paulita la
historia cuando se la contaron, pero había acabado rindiéndose a la evidencia. Apartó
enseguida su vista de la pareja. Era algo que prefería seguir ignorando.
El entierro concluía. La familia se
movía despacio hacia el círculo más amplio formado por vecinos y amigos. Estos,
sin mucho recato, encendían cigarrillos o hablaban de cosas triviales. Paulita
saludó, afectuosa, a Antonio, y dio dos besos a la viuda. Y, tras cambiar unas
palabras con algunos compañeros, se dirigió en silencio hacia la salida.
Mientras caminaba, viendo lo tarde
que se había hecho, se preguntó de nuevo por qué habría venido. Los entierros
son sórdidos y los cementerios espantosos, con losas de colores tétricos,
inscripciones vulgares y patéticas, flores artificiales y gatos cuya gordura le
parecía a Paulita obscena.
En el funeral, hasta había tenido
que contener alguna lágrima oyendo al cura. Éste, que debía conocer al difunto,
había presentado su personalidad egoísta, superficial y campechana transmutada
en alegre, servicial y generosa. Por un momento, Paulita sintió la pérdida de
alguien tan valioso, y aunque ahora veía que no era así, que el panegírico de
un muerto ha de embellecer la realidad, estaba aún emocionada. Y le parecía
imposible que fuera sólo por la retórica
del cura.
Se detuvo un momento (en su prisa
por salir se había adelantado al grupo) y creyó dar con la causa de su emoción.
Sin duda, con Pastoriza moría un trozo de su vida, trivial y cotidiana,
compartida a lo largo de los años. No
sólo en la oficina, sino en aquellas excursiones que, hacía muchos años, se
organizaban todos los veranos. Y las comidas, y otras ocasiones de habitual
regocijo: fiestas, cumpleaños, etc...No es que eso muriera ahora, pues
pertenecía ya a un pasado lejano. Pero de algún modo ese pasado lo veía como un
cuadro intacto que ahora se quebraba, como un puzzle se estropea al perderse una
pieza.
Pero además, y esto Paulita lo
sentía oscuramente, había algo que hacía más definitiva esa pérdida. Y era que
el nulo afecto que ella había sentido por Pastoriza hacía que esa parte de su
vida que con él se había ido fuera irrescatable.
De modo que cuando Paulita traspasa con un
¡uf! la puerta del cementerio, sale a la calle disminuida, con menos vida
propia. Y, aunque no lo comprende, lo está sintiendo.
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