14/2/17

                                    NO HAY TAL LUGAR

                                                                       Si os dan papel pautado
                                                        Escribid por el otro lado
                                                                           J.R. Jiménez


Paulita suspiró mientras una especie de montacargas elevaba chirriando el ataúd que contenía los restos de Pastoriza hasta el nicho en que iban a ser colocados.
El suspiro la trajo de nuevo a la realidad o, más bien, le planteó una cuestión: ¿Qué hacía ella allí? Había venido al cementerio mecánicamente tras el funeral y sólo ahora era consciente del desagrado que sentía, sin contar con el cansancio provocado por la caminata por el enorme (y horrible) recinto. Se sentía perpleja al verse en un acto al que nunca había pensado asistir.
El caso es que Pastoriza, un antiguo compañero de la oficina, ya jubilado, nunca había sido santo de su devoción. Y sin embargo, allí estaba, con una veintena de los familiares y amigos más íntimos asistiendo a su entierro.
A Paulita no le gustaban los entierros. Tanto menos cuanto que los recuerdos de la muerte de sus padres estaban aún próximos. Eso hacía más inexplicable su decisión de acudir al cementerio en vez de despedirse, tras el funeral, de la viuda.
¡La pobre Marita!  Curiosamente era, de toda la familia, a la que menos conocía. Estaba vieja, ajada, y aunque el golpe sufrido explicara su estado, siempre había habido en ella algo de desvaído, por no decir de bobería... ¡Pobre! Paulita estaba convencida –pese a rechazar el pensamiento– de que Pastoriza engañaba regularmente a su mujer y, peor aún, que se lo merecía, por tonta. No es que, ni por asomo, a Paulita le pareciera atractivo Pastoriza. Ya hemos dicho que no era santo de su devoción, pero su antipatía, lo decimos por el lector con aficiones psiquiátricas, no derivaba en absoluto de una inconsciente atracción defraudada. Además, a Pastoriza lo conoció siempre casado y Paulita, una chica honesta, de las de antes, no hubiera consentido ni un segundo...
La antipatía que le inspiraba Pastoriza tenía su origen en el carácter de éste, gracioso y simpático. Había que conocer a Paulita para entender esta paradoja. Ella, ya se va viendo, era una chica seria y trabajadora, que gustaba de amistades fieles y tranquilas, y el pobre Pastoriza era un bromista irresponsable y casquivano. A Paulita le parecía volver a oír, después de unos años de tregua, el diario saludo con que Pastoriza, eterno rezagado, la obsequiaba, amén de algún que otro piropo. Aquello había formado parte de su vida cotidiana y aunque no llegaba a atacarle los nervios, sí que sintió cierto descanso cuando él se jubiló. 
Un sollozo contenido atrajo su atención, mientras los empleados del cementerio empezaban a cerrar el nicho. Miró al grupo de la familia. Todos los hijos de Pastoriza habían pasado, en una época u otra, por la oficina y aunque no habían durado mucho, Paulita los había apreciado y hasta compadecido. Sin embargo, parecía que todos ellos habían sabido adquirir un status social superior al de su padre.
Se recordó a sí misma recién ingresada, cuando Pastoriza llevaba a sus hijos, niños entonces, a la oficina. En esa época todo tenía un aire más familiar, aunque había más empleados (y más trabajo) que ahora. Recordaba a “Tonito”, Antonio, ceñudo pero afectuoso. Hoy era médico, un señor doctor. Allí estaba con su traje oscuro, frisando los cuarenta. Su preferido, sin embargo, era el segundo, Juan Martín, o como él, con su lengua de trapo de los cuatro años, decía, “Cantantín”, ahora un elegante ejecutivo.
Un cuchicheo al otro lado la distrajo ¡Qué poca vergüenza!  Allí estaba Vendres con su amigo. Él, por lo visto, también había decidido venir, y no iba Paulita a reprochárselo; pero lo de traerse al amigo era casi increíble. Como increíble le había parecido a Paulita la historia cuando se la contaron, pero había acabado rindiéndose a la evidencia. Apartó enseguida su vista de la pareja. Era algo que prefería seguir ignorando.
El entierro concluía. La familia se movía despacio hacia el círculo más amplio formado por vecinos y amigos. Estos, sin mucho recato, encendían cigarrillos o hablaban de cosas triviales. Paulita saludó, afectuosa, a Antonio, y dio dos besos a la viuda. Y, tras cambiar unas palabras con algunos compañeros, se dirigió en silencio hacia la salida.
Mientras caminaba, viendo lo tarde que se había hecho, se preguntó de nuevo por qué habría venido. Los entierros son sórdidos y los cementerios espantosos, con losas de colores tétricos, inscripciones vulgares y patéticas, flores artificiales y gatos cuya gordura le parecía a Paulita obscena.
En el funeral, hasta había tenido que contener alguna lágrima oyendo al cura. Éste, que debía conocer al difunto, había presentado su personalidad egoísta, superficial y campechana transmutada en alegre, servicial y generosa. Por un momento, Paulita sintió la pérdida de alguien tan valioso, y aunque ahora veía que no era así, que el panegírico de un muerto ha de embellecer la realidad, estaba aún emocionada. Y le parecía imposible que fuera sólo  por la retórica del cura.
Se detuvo un momento (en su prisa por salir se había adelantado al grupo) y creyó dar con la causa de su emoción. Sin duda, con Pastoriza moría un trozo de su vida, trivial y cotidiana, compartida a lo largo de  los años. No sólo en la oficina, sino en aquellas excursiones que, hacía muchos años, se organizaban todos los veranos. Y las comidas, y otras ocasiones de habitual regocijo: fiestas, cumpleaños, etc...No es que eso muriera ahora, pues pertenecía ya a un pasado lejano. Pero de algún modo ese pasado lo veía como un cuadro intacto que ahora se quebraba, como un puzzle se estropea al perderse una pieza.      
Pero además, y esto Paulita lo sentía oscuramente, había algo que hacía más definitiva esa pérdida. Y era que el nulo afecto que ella había sentido por Pastoriza hacía que esa parte de su vida que con él se había ido fuera irrescatable.
 De modo que cuando Paulita traspasa con un ¡uf! la puerta del cementerio, sale a la calle disminuida, con menos vida propia. Y, aunque no lo comprende, lo está sintiendo.


 

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