8/3/17

 MI AVENTURA POLICIAL

El lector recordará, pese al tiempo transcurrido, el célebre “crimen de la Unidad”, del que fue víctima un prometedor directivo de la otrora poderosa Unidad Administrativa Regional, hoy desmantelada.
Tuve una modesta participación en la investigación del crimen y voy a contarla. Aunque sea cosa pasada, de vez en cuando vuelven los rumores de que la solución que se dio ocultaba una trama política, lo que indica que conserva algún interés.
Mi casual intervención derivó de ser taxista, y tener la parada frente a la comisaría regional. Es un buen sitio, porque hay mucho trasiego de gente. Cuando sube un pasajero, uno no se pregunta si es un presunto delincuente, un visitante o un policía, pero acaba sabiéndolo. Esto es más cierto aún en lo que respecta a los policías. Aunque no cojan taxi de manera habitual, sus caras se van grabando en la memoria. Entre ellos había uno, gordo y ya mayor, que menudeaba las excursiones en taxi. Su nombre, cuando lo supe, era difícil de olvidar: se llamaba Delgado.
Solía ir acompañado de alguien más joven, unas veces un hombre y otras una mujer,  subordinados suyos, pues se dirigían a él con respeto, y a veces le llamaban “jefe”
A este Delgado le gustaba pontificar y, en el taxi, se consideraba libre de interferencias, comentando sobre cualquier cosa, aunque casi nunca sobre el asunto que llevaba entre manos. Echaba pestes de sus jefes, de su familia, o  hablaba de filosofía o de pintura. Y el otro (o la otra) respondía en tono sumiso, con monosílabos de aprobación. Pese a todo, me era simpático.     
Me enteré por los periódicos de que se le había encomendado investigar el crimen de la Unidad después de la muerte repentina del inspector que lo llevaba hasta entonces. Este hecho resucitó el interés del público por un asunto que empezaba a caer en el olvido.
Y llegó el día de mi aventura. A la vez que me ponía el primero de la cola en la parada, salían corriendo de la puerta de la Comisaría el gordo Delgado y su ayudante y me dijeron:
– ¡Siga a ese coche blanco!
Tal vez crean que esto, frecuente en novelas y películas, es normal para un taxista.  Para mí fue la primera vez y nunca se ha repetido. Lo que debe ser normal es que, en estos casos, la adrenalina se dispare, y el piloto automático que uno lleva dentro tome el mando con naturalidad.
El “coche blanco” era un Mercedes plateado aparcado un poco más adelante, que salía entonces. Le seguí con facilidad y  no me pegué más porque el inspector me dijo que guardara las distancias. Había bastante tráfico, pero eso nos favorecía, pues dificultaba que fuéramos detectados.
Yo iba emocionado. El coche parecía marchar solo. Yo prestaba atención al Mercedes, pero no pensaba en eso. En lo que pensaba era en cuando se lo contara a mi Peli. Mi Peli era la chica que me tenía encalabrinado, pues todo me gustaba en ella: el color oro viejo de su pelo, el blanco lechoso de su piel, sus gráciles maneras de gacela. Lástima que era una señorita y yo un pobre chófer que apenas se atrevía a dirigirle la palabra, procrastinando el momento de proponerle que saliéramos juntos. En realidad, lo de “mi” Peli era una exageración.
 Al final de la Gran Vía tuve que acelerar para pasar (en ámbar) un semáforo, pero lo hice sin apuro, y Delgado, que una vez recobró el resuello le comentaba  al otro que esa noche tenía que cenar con sus cuñadas, ni se enteró. El Mercedes aflojó tras pasar el puente y de improviso se metió por una de las travesías, buscando aparcamiento. Delgado, al ver que yo frenaba, me hizo seña de parar en doble fila. Vi que el coche aparcaba en batería en una especie de replacita próxima y de él salía una mujer. El inspector, antes de bajar, me dijo que me colocara lo más cerca posible y les esperara. Tuve suerte, pues había un hueco pocas plazas más allá del Mercedes.
Cuando me iba a meter, vi que la mujer volvía sobre sus pasos ¿Iría a salir de nuevo? Por el retrovisor vi a Delgado aún a cierta distancia y dudé si, en ese caso, la alcanzaríamos. Como no me podía quedar en medio, empecé a aparcar, pero para retrasar la maniobra, lo hice de espaldas. El sitio era justo, pero aparqué sin apenas mirar, porque de quien estaba pendiente era de ella. Ni un momento dudé de que se tratara de la asesina de la Unidad. Era morena, alta, ya de alguna edad, aunque no tan mayor como pareció luego en las fotos, y no tan fea. Se la veía despreocupada, sin que pensara estar siendo vigilada. Y debía haber olvidado algo en el coche, porque tras un momento dentro, salió y volvió a irse andando. Delgado y su compañero la siguieron de cerca.
No esperé mucho, aunque poco me importaba. Aun así, media hora por lo menos transcurrió hasta que la densa silueta de Delgado se perfiló en la esquina. Subieron de nuevo al coche y, ¡hale!, otra vez a comisaría. No despegaron los labios y yo no me atreví a preguntar.
Pasaron varios días antes de que los periódicos dieran por resuelto el crimen de la Unidad, publicando las fotos de aquella mujer. Parecía tan vieja y fea que no es extraño que el carácter pasional del crimen quedara en entredicho. Por más que leí las crónicas no pude averiguar la utilidad de mi carrera siguiéndola. Tampoco se daba su nombre, sólo sus iniciales. El que estuviera casada con alguien ajeno al crimen supongo que explicaba cierta discreción al respecto.

Lo peor de todo es que en ese lapso de tiempo no fui capaz de vencer mi timidez y contarle a mi Peli que sabía quién era la asesina de la Unidad. Tal vez entonces se hubiera interesado por mí. Pero en fin, eso es agua pasada, quién sabe dónde para ahora mi Peli.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario