MI AVENTURA POLICIAL
El lector recordará, pese al tiempo
transcurrido, el célebre “crimen de la Unidad”, del que fue víctima un
prometedor directivo de la otrora poderosa Unidad Administrativa Regional, hoy
desmantelada.
Tuve una modesta participación en
la investigación del crimen y voy a contarla. Aunque sea cosa pasada, de vez en
cuando vuelven los rumores de que la solución que se dio ocultaba una trama
política, lo que indica que conserva algún interés.
Mi casual intervención derivó de ser
taxista, y tener la parada frente a la comisaría regional. Es un buen sitio,
porque hay mucho trasiego de gente. Cuando sube un pasajero, uno no se pregunta
si es un presunto delincuente, un visitante o un policía, pero acaba sabiéndolo.
Esto es más cierto aún en lo que respecta a los policías. Aunque no cojan taxi
de manera habitual, sus caras se van grabando en la memoria. Entre ellos había
uno, gordo y ya mayor, que menudeaba las excursiones en taxi. Su nombre, cuando
lo supe, era difícil de olvidar: se llamaba Delgado.
Solía ir acompañado de alguien más
joven, unas veces un hombre y otras una mujer,
subordinados suyos, pues se dirigían a él con respeto, y a veces le
llamaban “jefe”
A este Delgado le gustaba
pontificar y, en el taxi, se consideraba libre de interferencias, comentando
sobre cualquier cosa, aunque casi nunca sobre el asunto que llevaba entre manos.
Echaba pestes de sus jefes, de su familia, o hablaba de filosofía o de pintura. Y el otro
(o la otra) respondía en tono sumiso, con monosílabos de aprobación. Pese a
todo, me era simpático.
Me enteré por los periódicos de que
se le había encomendado investigar el crimen de la Unidad después de la muerte
repentina del inspector que lo llevaba hasta entonces. Este hecho resucitó el
interés del público por un asunto que empezaba a caer en el olvido.
Y llegó el día de mi aventura. A la
vez que me ponía el primero de la cola en la parada, salían corriendo de la
puerta de la Comisaría el gordo Delgado y su ayudante y me dijeron:
– ¡Siga a ese coche blanco!
– ¡Siga a ese coche blanco!
Tal vez crean que esto, frecuente
en novelas y películas, es normal para un taxista. Para mí fue la primera vez y nunca se ha
repetido. Lo que debe ser normal es que, en estos casos, la adrenalina se
dispare, y el piloto automático que uno lleva dentro tome el mando con
naturalidad.
El “coche blanco” era un Mercedes plateado
aparcado un poco más adelante, que salía entonces. Le seguí con facilidad
y no me pegué más porque el inspector me
dijo que guardara las distancias. Había bastante tráfico, pero eso nos
favorecía, pues dificultaba que fuéramos detectados.
Yo iba emocionado. El coche parecía
marchar solo. Yo prestaba atención al Mercedes, pero no pensaba en eso. En lo
que pensaba era en cuando se lo contara a mi Peli. Mi Peli era la chica que me
tenía encalabrinado, pues todo me gustaba en ella: el color oro viejo de su pelo,
el blanco lechoso de su piel, sus gráciles maneras de gacela. Lástima que era
una señorita y yo un pobre chófer que apenas se atrevía a dirigirle la palabra,
procrastinando el momento de proponerle que saliéramos juntos. En realidad, lo
de “mi” Peli era una exageración.
Al final de la Gran Vía tuve que acelerar para
pasar (en ámbar) un semáforo, pero lo hice sin apuro, y Delgado, que una vez
recobró el resuello le comentaba al otro
que esa noche tenía que cenar con sus cuñadas, ni se enteró. El Mercedes aflojó
tras pasar el puente y de improviso se metió por una de las travesías, buscando
aparcamiento. Delgado, al ver que yo frenaba, me hizo seña de parar en doble
fila. Vi que el coche aparcaba en batería en una especie de replacita próxima y
de él salía una mujer. El inspector, antes de bajar, me dijo que me colocara lo
más cerca posible y les esperara. Tuve suerte, pues había un hueco pocas plazas
más allá del Mercedes.
Cuando me iba a meter, vi que la
mujer volvía sobre sus pasos ¿Iría a salir de nuevo? Por el retrovisor vi a
Delgado aún a cierta distancia y dudé si, en ese caso, la alcanzaríamos. Como
no me podía quedar en medio, empecé a aparcar, pero para retrasar la maniobra,
lo hice de espaldas. El sitio era justo, pero aparqué sin apenas mirar, porque
de quien estaba pendiente era de ella. Ni un momento dudé de que se tratara de
la asesina de la Unidad. Era morena, alta, ya de alguna edad, aunque no tan
mayor como pareció luego en las fotos, y no tan fea. Se la veía despreocupada,
sin que pensara estar siendo vigilada. Y debía haber olvidado algo en el coche,
porque tras un momento dentro, salió y volvió a irse andando. Delgado y su
compañero la siguieron de cerca.
No esperé mucho, aunque poco me
importaba. Aun así, media hora por lo menos transcurrió hasta que la densa silueta
de Delgado se perfiló en la esquina. Subieron de nuevo al coche y, ¡hale!, otra
vez a comisaría. No despegaron los labios y yo no me atreví a preguntar.
Pasaron varios días antes de que
los periódicos dieran por resuelto el crimen de la Unidad, publicando las fotos
de aquella mujer. Parecía tan vieja y fea que no es extraño que el carácter
pasional del crimen quedara en entredicho. Por más que leí las crónicas no pude
averiguar la utilidad de mi carrera siguiéndola. Tampoco se daba su nombre,
sólo sus iniciales. El que estuviera casada con alguien ajeno al crimen supongo
que explicaba cierta discreción al respecto.
Lo peor de todo es que en ese lapso
de tiempo no fui capaz de vencer mi timidez y contarle a mi Peli que sabía
quién era la asesina de la Unidad. Tal vez entonces se hubiera interesado por
mí. Pero en fin, eso es agua pasada, quién sabe dónde para ahora mi Peli.
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