Salgo de allí dando un portazo a
modo de despedida. Un sabor metálico inunda mi boca. Salto los peldaños de dos
en dos. Resbalo. Un dolor intenso recorre mi muslo y mi rodilla. Ya en la
calle, el aire fresco golpea mi cara. Desciendo por la calle a trompicones. Siento que una marea de cuerpos extraños me
vapulean. ¡Ten cuidado, guapa! me grita alguien. Los locales de ocio
vomitan una multitud tambaleante. Las calles apestan a alcohol. El griterío
ahoga mi respiración entrecortada.
Giro por una bocacalle a la
izquierda y me introduzco en un parque. El intenso olor a orín me produce
nauseas. Me dirijo hacia el callejón. Está oscuro. No veo a nadie, pero percibo
una presencia extraña. Respira hondo.
Relájate. Queda aire, susurro. Unos ladridos. Noto cómo mi corazón bombea
la sangre; mis músculos se tensan. Pasa junto a mí un rottweiler. Su correa fustiga
el asfalto. Mi adrenalina se dispara. De nuevo me falta el aire.
La polución de la ciudad me asfixia.
Salgo al encuentro de una amplia avenida. Modero el paso. Lleno mis pulmones de
aire. Exhalo. Dejo atrás la gasolinera, el estanco, la cafetería… y la
comisaría. Empieza a llover con fuerza. Mi rostro se nubla. La cerrazón y mis
lágrimas desdibujan los contornos de la ciudad. Acelero la marcha y tropiezo.
Un autobús pasa a toda velocidad; sus luces me ciegan; sus ruedas me escupen en
la cara. Me tambaleo y caigo. Logro levantarme a duras penas. Respira hondo, hay aire. Retomo el paso
apresurado.
Llego a un cruce, giro a derecha y
luego a la izquierda. Camino por una calle estrecha. A lo lejos, en mi misma
acera, un grupo de hombres charlan, ríen, fuman y beben. Me detengo un
instante, pero decido continuar. Cruzo a la otra acera. Aumenta el ritmo de mis
pisadas y el de mis latidos. Presiento que me miran, que hablan de mí. Un calor
repentino recorre mi cuerpo. Agarro el bolso con fuerza y levanto las solapas
del abrigo para cubrir mi rostro y mi melena. Miro alrededor: persianas
bajadas, portales cerrados, ventanas apagadas, ningún objeto que me sirva para
defenderme… Apretó un puño con fuerza hasta clavarme las uñas en la palma de
mi mano. Consigo dejarlos atrás. Sus miradas aún me taladran. Y de repente,
unos labios invasores se pegan a mi oreja. Un susurro me paraliza y me asfixia.
¡Eh! ¿Dónde vas, guapa? El aire
apenas entra en mis pulmones. No seas
maleducada, te estoy hablando. Continúo andando sin acelerar el paso. No
debe oler mi miedo. Que no me vea temblar. Es mejor no darle motivos… Que no se
encolerice aún más. Bajo la mirada y me encojo en un intento inútil de
desaparecer. ¡Anda vete, zorra! El
aire vuelve a circular por mis pulmones cuando dejo de oler su aliento. Cuando
sus pasos y su voz son inaudibles.
Camino por el medio de la acera. No
me arrimo a la pared ni a la carretera para que nadie que salga de un portal o
de un coche pueda sorprenderme. A lo lejos, distingo una pareja haciéndose
arrumacos. Los sigo. Ella se gira y me mira. Parece tranquilizarse cuando ve a
una mujer. Vuelve a agarrar a su novio y le da un beso en la nuca. Sonrío. Los
dejo atrás, y también el recuerdo fugaz y lejano de unas caricias.
He llegado a un lugar que conozco
bien. Una calle solitaria, sin salida y oscura. La mitad de las farolas están
fundidas y las que sobreviven arrojan una luz débil, blanquecina e
insuficiente. Un grito. Suciedad por todas partes. Unos pasos masculinos imitan
la marcha de mis pisadas. Reconozco el sonido de esas botas. Sus pasos azotan
el asfalto sin piedad. Acelero. Las botas, también. Los clap, clap, clap… se
atropellan y retumban en la oscuridad de la noche. Ya casi me tiene. Esta vez,
ni las paredes serán testigos. Oigo sus pasos cada vez más cerca. Mi
respiración se precipita de nuevo. Cuando sus pisadas están a punto de aplastar
a las mías, contengo la respiración y me encojo de nuevo. Pero los pasos cruzan
a la acera de enfrente y me pasan. Pertenecen a un adolescente, con algo de
prisa, que sonríe y mira la pantalla iluminada de su móvil al mismo tiempo. Me
apresuro a buscar las llaves en mi bolso. Las saco. Se me caen de las manos.
Las recojo del suelo sin dejar de mirar a ambos lados. La llave se resiste a
entrar en la cerradura. El pecho me oprime. Respira
hondo… Las lágrimas se agolpan. Los ojos me duelen a rabiar. Al otro lado de la puerta, el sabor metálico
de la sangre.
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