23/3/17

Faycal Fajr

Llevaba con paso firme el ritmo. Nada más salir oteó el nivel durante el primer kilómetro. Observó a sus participantes y miró sus caras. Veía poco profesional, muy poco la verdad. Era una de las habilidades que le daba la experiencia. Primero, que entre rivales directos en carreras populares ya se conocían prácticamente todos. En las grandes, en las medias maratones importantes, allí participaban y aunque no cruzasen palabra las caras no se olvidaban. Además había una particularidad. Los pocos participantes indumentados con equitación publicitada parecían de la zona local. Nada de los grandes equipos de atletismo que rondan la comunidad valenciana cosechando triunfos para sus vitrinas. Correcaminos, Politécnico o Cárnicas Serrano no estaban hoy aquí. En este pueblo perdido de la sierra nadie querría venir. El premio no compensaría ni la gasolina invertida. Esos eran los pensamientos de Faycal Fajr.
Por el contrario su entrenador se interesó. Le indicó primero que se trataba de montaña asfaltada. Subidas y bajadas que truncan el ritmo y hacen necesitar una compensación y un autocontrol. Afirmó que no le vendrían nada mal. Su  Segundo motivo fue la casi total afirmación de que ganaría y eso no le viene mal a ningún atleta. Tenía nivel pero hasta los más grandes quedan segundos, terceros y a veces es necesario subir a lo alto del cajón y llevarse la copa más grande mientras desconocidos te aplauden.
La cosa parecía fácil. En el primer kilómetro algo plano se corrió a cuatro treinta. Un ritmo bajo y de percepción. Nada que le inquietase. Un grupo de unos veinte, los cuales diez se les vería sufrir si aceleraba. Dos eran mujeres, cinco aficionados con una camiseta del Decatlón y un pantalón verde;  el resto había que probarlos. Al inicio de los siguientes  mil metros podría la directa y bajaría el ritmo a tres treinta y cinco a ver quien le acompañaba.
A su entrenador no le hubiera gustado aquello. Era un antiguo mediofondista con algunos éxitos que ahora aleccionaba a nuevas promesas. Muy buen  instructor pero para Faycal demasiado incisivo en la táctica y el control. Incluso a su edad, le insistía en llevar pulsómetro y controlarlo. Faycal Fajr era de los que le gustaba el dicho de

“El que pueda que me siga”

Gala de grandes corredores norte africanos. Dejar atrás a los rivales, que sólo viesen tu espalda y que por más que apretasen nunca te alcanzasen. Un error según Carratalá. Afirmaba que las carreras son tácticas y que un desgaste desmesurado y no controlado te pasa factura. Aun teniendo veinte años.

- Que demonios él tenía diecinueve – susurró mientras se disponía a salir del rebufo del grupo y acelerar.

Cuando estaba apunto de dar las zancadas y aumentar el ritmo uno de los aficionados se le adelantó. Pegó un estirón y como si le leyese el pensamiento rompió el grupo de veinte. Sólo él y dos más pudieron seguirlo. Un ritmo exigente. Rondando los 3 minutos treinta. Extraño para un segundo kilómetro y la carrera empezando a ponerse cuesta arriba. Le había hecho el trabajo sucio aquel tipo con camiseta de aficionado.
Su entrenador le explicó el circuito. Las cuestas, las bajadas y en qué kilómetro eran las rampas mayores. Ciertamente no se acordaba de nada. No le hizo mucho caso. Asintió con la cabeza y le dejó continuar su explicación. Él ya sabía su táctica, más si cabe cuando no vio a ninguno de sus rivales habituales en cerca de la salida. Mandar en la carrera. Esa era la verdad de todo. Si vas primero nadie te pasa, sólo tratan de seguirte.
Aquel hombre rondaba los treinta años. Delgado y centraba su mirada siempre al frente. Apenas giraba la cabeza o se percataba de quién lo seguía. Únicamente observaba  su cronómetro. Parecía un tipo raro. Su mirada no era la habitual. Cerciorando sus facciones Faycal Fajr estaba seguro que explotaría antes del kilómetro seis si continuaba con este ritmo. Los distinguía, los había viisto en muchas carreras populares. Flipados del lugar que piensan que hoy es su día y corren por encima de sus posibilidades. Esas rojeces, esas bocanadas. Síntomas clásicos de ir por encima de tus posibilidades.
Incluso en las primeras cuestas, no bajaba demasiado el pistón y eso que apenas habían llegado a los primeros tres mil metros.
Ritmo contundente al empezar el cuarto hectómetro. Tres minutos y veinte segundos. Sólo Faycal seguía el ritmo, descolgados detrás quedaban dos chavales de equipos locales y una chica de pelo largo.
Al empezar el quinto kilómetro nuestro protagonista observó que algo no iba bien. Aquel tipo conocía perfectamente el recorrido. Apretaba casi antes de una cuesta prolongada sacaba unos metros y cuando lo intentaba alcanzar ese esfuerzo, esa aceleración le pillaba en la pendiente más fuerte. Parecía conocer cada curva, cada pequeño descenso para respirar aún más y mantenerse. Eso si, su cara era un poema. Daba la impresión de que en cualquier momento podía desvanecerse.
En el sexto kilómetro, el circuito picaba hacia arriba. Posiblemente las cuestas de mayor desnivel. Pinos de gran tamaño se mostraban a sus lados y la estrecha carretera asfaltada era lo único que se distinguía del verde montaña. El desconocido no cesaba en su empeño de seguir primero y a Faycal cada vez se le atragantaba más esa carrera popular de la localidad de Macastre. Miraba su pulsómetro y no seguía los cánones que su entrenador le recordaba. Si Carratalá viese esas pulsaciones le ordenaría bajar ritmo y dejar a aquel pirado que explotase un par de cuestas más arriba. Pero eso no era así para Faycal Farj.

No dejaría que un viejo dominguero le sacase más de cinco metros en aquella mierda de carrera sólo porque era oriundo de aquel pueblo.

El séptimo se volvió absurdo. El silencioso rival subió el ritmo hasta alcanzar los tres minutos y diecisiete segundos. Por momentos Faycal sintió que esprintaba, que aquel aficionado estaba llegando a meta. Podría no haber prestado atención pero estaba seguro que la carrera era de diez y no ocho mil metros. De todas formas no lo dejaba ir ni medio metro. Seguía pegado a él y aunque la pendiente era muy liviana el cansancio lo empezó a notar. Sus pulsaciones, la calentura de sus pies, aquella carrera se le atragantaba. Incluso necesitó alguna bocanada de aire necesitó para mantener la rueda de aquel viejo. Eso si, nada comparado con las que su rival realizaba, su cara de sufrimiento era un poema.
Justo marcaba el octavo kilómetro en la calzada, con esa pintura blanca de carreras y que se mantiene una semana o un año dependiendo de la vía. Ahí explotó el desconocido. Paró como si la carrera acabase, como si hubiese cruzado la meta. Faycal se sorprendió incluso se frenó al observar a su rival. Detenido, con las manos en la rodilla respiraba fuertemente. Era su final. Faycal lo sobrepaso mirando su desfallecimiento, pero algo le alertó. El desconocido no le importó que le pasase, ni lo miró. Dirigió su mirada hacia atrás, en dirección a aquella recta asfalta y acompañada de pinos. Un corredor a buen ritmo se aproximaba a ellos.
Faycal emprendió la marcha. Nervioso, apresurado. Solamente quedaban mil quinientos metros. Su rival estaba exhausto. La carretera picaba hacia arriba.

¡otra vez!

Además aquellos árboles no terminaban de acabar nunca. No se veía la población. Aquella frondosidad dejaba de ser repetitiva para llegar a hastiarle. Se centró en loa carrera. Tenía que coger ritmo. A pesar de la pequeña parada sus pulsaciones seguían altas, quizás demasiado. Seguir. Quedaba un entrenamiento. Ese entrene de jueves tarde dónde lo habitual eran hacer series de dos mil o mil quinientos metros. Sólo eso para acabar para vencer.
Cada vez que giraba su cabeza veía a aquel atleta más cerca. Intentaba ir más rápido pero no podía.

Viejo cabrón.

Lo había dejado extenuado y el circuito no ayudaba. Mil metros. Se veía el pueblo por fin. Estaba al alcance de su mano. Pero no podía. No conseguía ni siquiera alcanzar un rimo de tres cuarenta. Empezaba a haber gente. La meta estaba cerca. La gente gritaba. Sobre todo a sus espaladas. Daban ánimo a su rival. Gritos. A él sólo aplausos.


A tan sólo quinientos metros le rebasó. Una mujer. Una chica de pelo largo ataviada con una ropa ceñida y acorde a una atleta de calidad. Sin publicidad de equipo pero a un ritmo de tres veintinueve que no pudo seguir. Lo intentó pero conforme se pegó a ella vio como le sobraban fuerzas. Acelerando y echándose a un lado como si de un ciclista se tratase que intenta quitarle el rebufo. Los últimos metros cuesta abajo no sirvieron de nada. Vio entrar a su rival con los brazos en alto mientras la gente la jadeaba. Segundo.

Se quedó un tiempo en la meta. Cogiendo aire, tomando una bebida isotónica. Oyendo a su entrenador. Asintiendo pero no escuchando. Respondiendo, justificándose. Esperaba y esperaba pacientemente. Veía pasar la línea de llegada rivales sin nombre Tras unos doce minutos entró su rival. Tranquilo, oxigenado y empapado en sudor. No pudo evitar una mirada desafiante pero aquel tipo ni siquiera la notó. Intentó dirigirse hacia él, acercarse, retarle. No parecía darse cuenta. Resoplaba a pesar de haberse pegado el último pedazo de carrera en casi doce minutos. Ni siquiera se percató de su presencia parecía buscar otra cosa. Otra persona. Su entrenador lo frenó. Entendió la situación y le instó a ir a la recogida de trofeos. A olvidar aquella carrera y aprender.

Aprender…

No mejoró la cara de Faycal Fajr. Agarró su trofeo con desgana y con frustración. Un pequeño saludo, una cara larga y abandonó el podium. Eran demasiado segundos, terceros y puestos que mejor no nombrar. Según Carratalá tenía las aptitudes para llegar a lo más alto. Para Europeos o incluso olimpiadas. Su genética envidiable y su futuro prometedor. Pero no ganaba. No subía a lo más alto. Hasta una mujer le superaba. Una chica que era anunciada por megafonía mientras él bajaba camino del vehículo de su entrenador.

“Y ganadora, vecina de Macastre, tanto en categoría femenina como en absoluta: Nuestra querida Silvia De Pedro Muñiz”

Algo le hizo girarse. Lejos estaba la sensación de reconocer su derrota, de honrar al campeón. Un sentimiento de masoquismo y curiosidad. De ver otra vez a la mujer que le ganó, que seguramente preparó aquella emboscada y que ahora recibía un trofeo más grande que el suyo. Mirarla a la cara y no la espalda que fue lo único que vio de ella.
Observó como salía a aquel improvisado escenario con los brazos en alto. Vistiendo todavía la ropa deportiva con una camiseta blanca regalo de la organización. Saludaba y reía mientras algunas personas coreaban su nombre.
Entonces ocurrió. Del lado opuesto no se presentó la misma persona que a él le entregó el trofeo. Ese señor vestido de domingo al parecer alcalde de aquel pueblucho de subidas y bajadas. Salió aquel tipo. El que le quemó. El que le hizo subir las pulsaciones kilómetro a kilómetro y que lo reventó a menos de dos mil metros de la meta. Ese domingero vestido de deportista. Con una sonrisa extraña, artificial y una timidez palpable evitaba mirar al público que allí se congregaba. Portando un trofeo en una mano y un ramo de rosas en otra se acercaba lentamente por el podium. La chica parecía tan sorprendida como él pero desde luego la reacción fue diferente. Agarró la copa dorada, mirándolo y luego lo besó en la boca sin dejar de observar sus ojos. Las rosas cayeron al suelo y se abrazaron en un escenario mientras “we are the Champions” de Queen sonaba discordante en la megafonía. Todo el mundo aplaudía. Era un cuento de hadas.
A Faycal Far no se le cayó su trofeo. Lo agarró con más fuerza y con su mano libre apretó su puño clavándose la uñas en su palma.


Zorra de mierda.

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