Llevaba con paso firme el ritmo.
Nada más salir oteó el nivel durante el primer kilómetro. Observó a sus
participantes y miró sus caras. Veía poco profesional, muy poco la verdad. Era
una de las habilidades que le daba la experiencia. Primero, que entre rivales
directos en carreras populares ya se conocían prácticamente todos. En las
grandes, en las medias maratones importantes, allí participaban y aunque no
cruzasen palabra las caras no se olvidaban. Además había una particularidad. Los
pocos participantes indumentados con equitación publicitada parecían de la zona
local. Nada de los grandes equipos de atletismo que rondan la comunidad
valenciana cosechando triunfos para sus vitrinas. Correcaminos, Politécnico o
Cárnicas Serrano no estaban hoy aquí. En este pueblo perdido de la sierra nadie
querría venir. El premio no compensaría ni la gasolina invertida. Esos eran los
pensamientos de Faycal Fajr.
Por el contrario su entrenador se
interesó. Le indicó primero que se trataba de montaña asfaltada. Subidas y
bajadas que truncan el ritmo y hacen necesitar una compensación y un
autocontrol. Afirmó que no le vendrían nada mal. Su Segundo motivo fue la casi total afirmación de
que ganaría y eso no le viene mal a ningún atleta. Tenía nivel pero hasta los
más grandes quedan segundos, terceros y a veces es necesario subir a lo alto
del cajón y llevarse la copa más grande mientras desconocidos te aplauden.
La cosa parecía fácil. En el
primer kilómetro algo plano se corrió a cuatro treinta. Un ritmo bajo y de percepción.
Nada que le inquietase. Un grupo de unos veinte, los cuales diez se les vería
sufrir si aceleraba. Dos eran mujeres, cinco aficionados con una camiseta del
Decatlón y un pantalón verde; el resto
había que probarlos. Al inicio de los siguientes mil metros podría la directa y bajaría el
ritmo a tres treinta y cinco a ver quien le acompañaba.
A su entrenador no le hubiera
gustado aquello. Era un antiguo mediofondista con algunos éxitos que ahora
aleccionaba a nuevas promesas. Muy buen
instructor pero para Faycal demasiado incisivo en la táctica y el
control. Incluso a su edad, le insistía en llevar pulsómetro y controlarlo. Faycal
Fajr era de los que le gustaba el dicho de
“El que pueda que me siga”
Gala de grandes corredores norte
africanos. Dejar atrás a los rivales, que sólo viesen tu espalda y que por más
que apretasen nunca te alcanzasen. Un error según Carratalá. Afirmaba que las
carreras son tácticas y que un desgaste desmesurado y no controlado te pasa
factura. Aun teniendo veinte años.
- Que demonios él tenía
diecinueve – susurró mientras se disponía a salir del rebufo del grupo y
acelerar.
Cuando estaba apunto de dar las
zancadas y aumentar el ritmo uno de los aficionados se le adelantó. Pegó un
estirón y como si le leyese el pensamiento rompió el grupo de veinte. Sólo él y
dos más pudieron seguirlo. Un ritmo exigente. Rondando los 3 minutos treinta.
Extraño para un segundo kilómetro y la carrera empezando a ponerse cuesta
arriba. Le había hecho el trabajo sucio aquel tipo con camiseta de aficionado.
Su entrenador le explicó el
circuito. Las cuestas, las bajadas y en qué kilómetro eran las rampas mayores.
Ciertamente no se acordaba de nada. No le hizo mucho caso. Asintió con la
cabeza y le dejó continuar su explicación. Él ya sabía su táctica, más si cabe
cuando no vio a ninguno de sus rivales habituales en cerca de la salida. Mandar
en la carrera. Esa era la verdad de todo. Si vas primero nadie te pasa, sólo
tratan de seguirte.
Aquel hombre rondaba los treinta
años. Delgado y centraba su mirada siempre al frente. Apenas giraba la cabeza o
se percataba de quién lo seguía. Únicamente observaba su cronómetro. Parecía un tipo raro. Su mirada
no era la habitual. Cerciorando sus facciones Faycal Fajr estaba seguro que
explotaría antes del kilómetro seis si continuaba con este ritmo. Los
distinguía, los había viisto en muchas carreras populares. Flipados del lugar
que piensan que hoy es su día y corren por encima de sus posibilidades. Esas
rojeces, esas bocanadas. Síntomas clásicos de ir por encima de tus
posibilidades.
Incluso en las primeras cuestas,
no bajaba demasiado el pistón y eso que apenas habían llegado a los primeros
tres mil metros.
Ritmo contundente al empezar el
cuarto hectómetro. Tres minutos y veinte segundos. Sólo Faycal seguía el ritmo,
descolgados detrás quedaban dos chavales de equipos locales y una chica de pelo
largo.
Al empezar el quinto kilómetro nuestro
protagonista observó que algo no iba bien. Aquel tipo conocía perfectamente el
recorrido. Apretaba casi antes de una cuesta prolongada sacaba unos metros y
cuando lo intentaba alcanzar ese esfuerzo, esa aceleración le pillaba en la
pendiente más fuerte. Parecía conocer cada curva, cada pequeño descenso para
respirar aún más y mantenerse. Eso si, su cara era un poema. Daba la impresión
de que en cualquier momento podía desvanecerse.
En el sexto kilómetro, el
circuito picaba hacia arriba. Posiblemente las cuestas de mayor desnivel. Pinos
de gran tamaño se mostraban a sus lados y la estrecha carretera asfaltada era
lo único que se distinguía del verde montaña. El desconocido no cesaba en su empeño
de seguir primero y a Faycal cada vez se le atragantaba más esa carrera popular
de la localidad de Macastre. Miraba su pulsómetro y no seguía los cánones que
su entrenador le recordaba. Si Carratalá viese esas pulsaciones le ordenaría
bajar ritmo y dejar a aquel pirado que explotase un par de cuestas más arriba.
Pero eso no era así para Faycal Farj.
No dejaría que un viejo dominguero le sacase más de cinco metros en
aquella mierda de carrera sólo porque era oriundo de aquel pueblo.
El séptimo se volvió absurdo. El silencioso
rival subió el ritmo hasta alcanzar los tres minutos y diecisiete segundos. Por
momentos Faycal sintió que esprintaba, que aquel aficionado estaba llegando a
meta. Podría no haber prestado atención pero estaba seguro que la carrera era
de diez y no ocho mil metros. De todas formas no lo dejaba ir ni medio metro.
Seguía pegado a él y aunque la pendiente era muy liviana el cansancio lo empezó
a notar. Sus pulsaciones, la calentura de sus pies, aquella carrera se le
atragantaba. Incluso necesitó alguna bocanada de aire necesitó para mantener la
rueda de aquel viejo. Eso si, nada comparado con las que su rival realizaba, su
cara de sufrimiento era un poema.
Justo marcaba el octavo kilómetro
en la calzada, con esa pintura blanca de carreras y que se mantiene una semana
o un año dependiendo de la vía. Ahí explotó el desconocido. Paró como si la
carrera acabase, como si hubiese cruzado la meta. Faycal se sorprendió incluso
se frenó al observar a su rival. Detenido, con las manos en la rodilla
respiraba fuertemente. Era su final. Faycal lo sobrepaso mirando su
desfallecimiento, pero algo le alertó. El desconocido no le importó que le
pasase, ni lo miró. Dirigió su mirada hacia atrás, en dirección a aquella recta
asfalta y acompañada de pinos. Un corredor a buen ritmo se aproximaba a ellos.
Faycal emprendió la marcha.
Nervioso, apresurado. Solamente quedaban mil quinientos metros. Su rival estaba
exhausto. La carretera picaba hacia arriba.
¡otra vez!
Además aquellos árboles no
terminaban de acabar nunca. No se veía la población. Aquella frondosidad dejaba
de ser repetitiva para llegar a hastiarle. Se centró en loa carrera. Tenía que
coger ritmo. A pesar de la pequeña parada sus pulsaciones seguían altas, quizás
demasiado. Seguir. Quedaba un entrenamiento. Ese entrene de jueves tarde dónde
lo habitual eran hacer series de dos mil o mil quinientos metros. Sólo eso para
acabar para vencer.
Cada vez que giraba su cabeza
veía a aquel atleta más cerca. Intentaba ir más rápido pero no podía.
Viejo cabrón.
Lo había dejado extenuado y el
circuito no ayudaba. Mil metros. Se veía el pueblo por fin. Estaba al alcance
de su mano. Pero no podía. No conseguía ni siquiera alcanzar un rimo de tres
cuarenta. Empezaba a haber gente. La meta estaba cerca. La gente gritaba. Sobre
todo a sus espaladas. Daban ánimo a su rival. Gritos. A él sólo aplausos.
A tan sólo quinientos metros le rebasó.
Una mujer. Una chica de pelo largo ataviada con una ropa ceñida y acorde a una
atleta de calidad. Sin publicidad de equipo pero a un ritmo de tres veintinueve
que no pudo seguir. Lo intentó pero conforme se pegó a ella vio como le
sobraban fuerzas. Acelerando y echándose a un lado como si de un ciclista se
tratase que intenta quitarle el rebufo. Los últimos metros cuesta abajo no
sirvieron de nada. Vio entrar a su rival con los brazos en alto mientras la
gente la jadeaba. Segundo.
Se quedó un tiempo en la meta.
Cogiendo aire, tomando una bebida isotónica. Oyendo a su entrenador. Asintiendo
pero no escuchando. Respondiendo, justificándose. Esperaba y esperaba
pacientemente. Veía pasar la línea de llegada rivales sin nombre Tras unos doce
minutos entró su rival. Tranquilo, oxigenado y empapado en sudor. No pudo
evitar una mirada desafiante pero aquel tipo ni siquiera la notó. Intentó
dirigirse hacia él, acercarse, retarle. No parecía darse cuenta. Resoplaba a
pesar de haberse pegado el último pedazo de carrera en casi doce minutos. Ni
siquiera se percató de su presencia parecía buscar otra cosa. Otra persona. Su
entrenador lo frenó. Entendió la situación y le instó a ir a la recogida de
trofeos. A olvidar aquella carrera y aprender.
Aprender…
No mejoró la cara de Faycal Fajr.
Agarró su trofeo con desgana y con frustración. Un pequeño saludo, una cara
larga y abandonó el podium. Eran demasiado segundos, terceros y puestos que
mejor no nombrar. Según Carratalá tenía las aptitudes para llegar a lo más
alto. Para Europeos o incluso olimpiadas. Su genética envidiable y su futuro
prometedor. Pero no ganaba. No subía a lo más alto. Hasta una mujer le
superaba. Una chica que era anunciada por megafonía mientras él bajaba camino
del vehículo de su entrenador.
“Y ganadora, vecina de Macastre,
tanto en categoría femenina como en absoluta: Nuestra querida Silvia De Pedro
Muñiz”
Algo le hizo girarse. Lejos
estaba la sensación de reconocer su derrota, de honrar al campeón. Un
sentimiento de masoquismo y curiosidad. De ver otra vez a la mujer que le ganó,
que seguramente preparó aquella emboscada y que ahora recibía un trofeo más
grande que el suyo. Mirarla a la cara y no la espalda que fue lo
único que vio de ella.
Observó como salía a aquel
improvisado escenario con los brazos en alto. Vistiendo todavía la ropa deportiva
con una camiseta blanca regalo de la organización. Saludaba y reía mientras
algunas personas coreaban su nombre.
Entonces ocurrió. Del lado
opuesto no se presentó la misma persona que a él le entregó el trofeo. Ese
señor vestido de domingo al parecer alcalde de aquel pueblucho de subidas y
bajadas. Salió aquel tipo. El que le quemó. El que le hizo subir las
pulsaciones kilómetro a kilómetro y que lo reventó a menos de dos mil metros de
la meta. Ese domingero vestido de deportista. Con una sonrisa extraña,
artificial y una timidez palpable evitaba mirar al público que allí se
congregaba. Portando un trofeo en una mano y un ramo de rosas en otra se
acercaba lentamente por el podium. La chica parecía tan sorprendida como él
pero desde luego la reacción fue diferente. Agarró la copa dorada, mirándolo y
luego lo besó en la boca sin dejar de observar sus ojos. Las rosas cayeron al
suelo y se abrazaron en un escenario mientras “we are the Champions” de Queen
sonaba discordante en la megafonía. Todo el mundo aplaudía. Era un cuento de
hadas.
A Faycal Far no se le cayó su
trofeo. Lo agarró con más fuerza y con su mano libre apretó su puño clavándose
la uñas en su palma.
Zorra de mierda.
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