10/4/17

Ejercicio "remake"



Ciento y una maneras de vivir, una de morir

1

 Se abrió la pesada puerta acompasando el sonido de madera vieja con el quejido metálico de los goznes. No pudo evitar que una sonrisa arrugara su cara en una mueca fantasmagórica. No había errado en lo más mínimo.

“¿De qué se ríe?” Se lo preguntó como esperaba, lentamente, con un vozarrón cavernoso y fatigado. Alargaba las pausas entre una palabra y la otra como si las buscara en lo más profundo de su cerebro. Desplazó su pesado corpachón al interior de la celda con lentitud paquidérmica. Cerró la puerta a sus espaldas. Efectivamente era un gigantón encorvado por el peso de su cabeza. Una mano grande y peluda sostenía torpe el manojo de llaves. La otra colgaba flácida e incolora a un lado del cuerpo al final de un brazo rechoncho. Se diría que no tenía muñecas. El labio inferior le caía ostensiblemente húmedo hasta media barbilla. Vestía un mono azul, como el de los mecánicos, basto y algo gastado, pero sin ninguna mancha. Se veía impoluto, perfectamente planchado. Se tocó su narizota con la mano blanda. Permaneció en silencio plantado frente a la puerta mirándole con ojos tristes. Un hilillo de baba empezó a colgar del labio. Le hizo sentir incómodo. Parecía estar esperando una respuesta.

“Nada, nada. Una nadería. Cosas mías”. Lo dijo medio susurrando, mirando incómodo al suelo.

El gesto del recién llegado se tornó sombrío por un momento. La manaza apretó las llaves. La otra enrojeció apretada sobre sí misma. Pensó que había empezado con mal pie y trató de enderezarlo.

“Se trata de un juego que me ayuda a sobrellevar el cautiverio. Verá, una vida de calabozo en calabozo me permite anticipar con bastante precisión como es quién atravesará esa puerta. Me basta con oír el sonido de sus pasos, la forma de manipular las llaves y mover la cerradura, su respiración. A estas alturas raras veces me equivoco.”

“¿y por lo que veo conmigo ha acertado?” Lo dijo dando unos pasos ligeros y rítmicos hacia Él. Al alejarse de la puerta se irguió en toda su estatura. Su cabeza quedaba dos palmos por encima del dintel. Sus ojos se habían encendido desafiantes. En contra de lo esperado no se movía torpemente oscilando el cuerpo como si no tuviera cintura. Con un rápido y hábil movimiento se colgó las llaves del cinturón de piel. Le hablaba pausadamente, con una dicción más que correcta. Utilizaba palabras que no esperaba. Empleaba un tono de voz reverente no exento de ironía. Ahora, viéndolo de cerca, su cara, aunque hecha a base de rasgos bestiales, resultaba en su conjunto armoniosa. Sus labios se curvaron hacia arriba consciente de la sorpresa que había causado.

Le miraba sorprendido. El gigantón se acercó hasta el camastro en que estaba sentado. Al hacerlo se detuvo un instante girando la cabeza para mirar hacia la ventana por la que entraba la luz azulada de la tarde. Estaba situada a media altura y, para ser una cárcel, era de tamaño considerable. Desde ella se podía ver toda la plaza. Llegaban hasta allí las voces de algunos transeúntes. Se iban apagando los ecos del bullicio del mercado de la mañana. Ya solo llegaban algunos olores animales y de fruta muy madura que conseguían colarse por las rendijas de la ventana. El ruido del tráfico se oía lejano, amortiguado. Se oyó un coro de risas femeninas, de chicas jóvenes que discutían a voces no lejos de allí. El tipo cerró los ojos. Parecía estar contando hasta cien antes de volver a la realidad.

“Soy el verdugo” Dijo volviéndose hacia él con semblante serio.

“Encantado de conocerle” se puso de pie y le extendió la mano que el verdugo aceptó encajándola con el cuidado de los que acostumbran a tratar con seres más pequeños y débiles que ellos. Sintió como el prisionero se la apretaba con fuerza, sonriéndole con la mirada. Volvió a sentarse ofreciéndole con la mano un taburete que descansaba boca abajo en un rincón.

El verdugo dudó un instante. La forma de hablar de aquél reo le resultaba curiosa. Su manera de sentarse en el borde del catre con una pierna sobre la otra manteniendo los brazos cruzados a la altura del pecho mirándole con la cabeza ladeada le pareció divertida, por decirlo así, poco habitual en su oficio.

Vestía impecable. Traje azul marino de sastre y camisa blanca. Un floreado pañuelo de seda fina le cubría de tonos dorados el cuello. Lo había rematado con un elaborado nudo. Movía en el aire un zapato negro puntiagudo de piel con la suela algo gastada. Parecía más venir de lejos a una boda que asistir a su propia ejecución. Quizá vestía de funeral, pensó riéndose para sus adentros.

En conjunto transmitía un brillo muy distinto de la sombría atmósfera en la que viven los condenados a muertes sus últimas horas. Resultaba extraño. Desde luego aquél traje no era el de un menesteroso que necesitara robar manzanas. Menos aún a sabiendas que eran las manzanas del Rey. Aquél personaje le intrigaba cada vez más. Lástima que en unas horas tuviera que quitarle la vida.

“Me gusta visitar a los prisioneros la víspera”

“Eso denota profesionalidad. Veo que no me han engañado. Aquí trabaja el mejor verdugo de todos los reinos”

Notó un cosquilleo en la garganta. Calor en las mejillas. Le habían halagado aquellas palabras. No acostumbraba a encontrarse con clientes tan serenos el día antes de su muerte. Solían recibirle cuanto menos con el rostro perturbado por el miedo. Dispuestos a vender su alma al mejor postor. Pero a aquél tipo se le veía tranquilo. Exhibía un excelente humor. Incluso parecía interesado en su trabajo, en su persona.

“¿De qué manera se me va ajusticiar?” le preguntó de sopetón.

Aquella pregunta acabó por desconcertarle. Se sintió de repente incómodo. Miró de nuevo hacia la ventana. Mantuvo allí la mirada fija unos instantes. De fuera llegaban ahora menos voces. Solo el murmullo lejano de los coches. Tardó unos segundos en volver la cara hacia el preso. Se quedó observándole en silencio sin saber qué decir. Visitaba a los condenados por razones que no sabía explicar. Así lo hacía su padre y su abuelo antes que Él. A él le reconfortaba. Le gustaba pensar que les ayudaba a pasar mejor su última noche. Por lo general aguantaba media hora de lloros, súplicas y algún que otro intento de soborno, les daba una palmotada en la espalda, les traía la cena y se iba tranquilamente a casa. Pero no esperaba que la conversación fuera a ir por aquellos derroteros.

“Verá. Se lo pregunto porque, y no es que dude de su profesionalidad, que, créame, de usted tengo las mejores referencias. Como decía, se lo pregunto porque concurren en mi persona, y mi pasado así lo atestigua, circunstancias digamos particulares que no hacen de esta cuestión un detalle menor como pueda pensar”.

“Se le ejecutará mediante un tiro en la nuca, como manda la ley”.

“Ah” movió la cabeza de lado a lado negando con el ceño fruncido.

“Acérquese” se lo dijo girando la cabeza al mismo tiempo que con la mano derecha se levantaba la larga melena rubia dejando la nuca al descubierto. Se apreciaba ya de lejos un entramado de cicatrices y abolladuras que recordaba a la superficie de algún planeta lejano. Cordones de piel rojiza y rugosa recorrían la nuca en todas direcciones. En algunos puntos se adivinaba directamente el cráneo. En muchos no crecía pelo.

“Como le decía se dan en mi cuerpo ciertas particularidades. Créame. El tiro en la nuca no es una buena opción. Se lo digo porque si se diera el caso de que mañana usted, ante cientos de ojos, como marca la Ley, apretara el gatillo detrás de mí, la bala saldría rebotada hacia el cielo. Se lo aseguro. Yo sentiría apenas un leve golpe. Es verdad que durante horas sería como si dos tábanos se hubieran metido en mis oídos, pero nada más. Su prestigio se vería injustamente menoscabado y digo injustamente porque no sería culpa suya que Yo naciera con una cabeza a prueba de balas. La honra de un largo linaje de verdugos quedaría manchada para siempre y Yo me vería obligado a seguir mi camino en libertad. Como así establece la Ley.”

El verdugo estaba totalmente desconcertado. ¿Qué decía aquél hombre? ¿cómo iba a salir rebotada la bala? ¿cuándo había fallado Él un tiro en la nuca? En todos los muchos años que su familia ejercía el cargo, jamás se había dado el caso de que un reo quedara en libertad por supplicius interruptus. Si bien es cierto que alguna vez había sucedido en los reinos, no había sido aquí. Eso les sucedía a advenedizos incapaces de mantener sus instrumentos de trabajo en condiciones. No a él.

Movió de nuevo la cabeza y se hizo el pelo hacia atrás enseñándole primero una sien y luego la otra. Eran instantáneas del mismo planeta. Se levantó por último el flequillo para mostrarle idéntico paisaje en la frente. Era como si un pájaro carpintero se hubiera ensañado con aquella cabeza. Dio un paso atrás perplejo.

“Ya ve. Dispararme en la nuca sería una pésima elección. Créame.”

“Ya veo. Pero la ejecución está programa para mañana a las doce. En este reino nunca se aplazó una ejecución. Además,…” Miró de un lado al otro antes de seguir en tono más bajo “últimamente las cosas andan un poco revueltas en el reino y un ajusticiamiento siempre viene bien en estas ocasiones.”

“Yo se lo digo por el bien de todos. Seguro que el buen Rey sabrá entender a razones. Tampoco a Él le conviene tamaño escándalo. Imagínese cuál puede ser la reacción del pueblo.”

Mientras hablaban la mazmorra fue quedando en penumbra. El verdugo dio la luz. En medio del techo se encendió una bombilla blanca que apenas ocultaba algo las sombras dejando la frente del reo como una luna abollada. Sus ojos azules brillaban un poco más abajo.

“Mire. Si voy con estos cuentos al Rey perderé mi empleo, mi casa y… y las pocas tierras que heredé de mi padre.”

“Ajá. ¿Y qué pasará si mañana las balas se ven incapaces de atravesar mi cráneo? Valórelo.”

El verdugo le miraba pensativo. Se acercó a mirar por la ventana. Afuera reinaba un silencio urbano. Volvió al centro de la celda. A lo lejos atronó el tubo de escape de una moto nerviosa. Después de unos segundos observándole fijamente en silencio sus ojos se iluminaron. Sacó un móvil de un bolsillo y con sumo cuidado le apartó el pelo aquí y allá al tiempo que tomaba fotografías. Él se dejó hacer en silencio. Salió sin decir nada cerrando la pesada puerta.

Se dejó caer en el catre mirando al techo con las manos debajo de la nuca. La sombra de las vigas se curvaba en los revoltones pulcramente blancos. Cerró los ojos intentando no dormirse. Notó sus piernas cansadas. La espalda rígida por el largo viaje hasta aquél reino. Pero no quería dormir. Intentaba retrasar el encuentro con la inclemente búsqueda de las razones que le llevaban a vagar por el mundo.

Así estaba todavía cuando oyó pasos acercarse. Se abrió de nuevo la pesada puerta. Entró el verdugo seguido de un médico vestido de médico. Llevaba bata blanca y un estetoscopio al cuello. En una mano llevaba un pequeño maletín de piel. Era una mano huesuda en la que se marcaban las venas moradas. Debajo de la bata llevaba pantalones a rallas y mocasines relucientes. . Le miró a la cara pálida, los ojos embolsados, la cabeza pelona con alguna roncha rojiza. Pobre hombre pensó. En la parte derecha del pecho se veía una insignia de oro con el escudo de la casa del Rey. Vaya el médico real nada menos pensó.

“Buenas noches. Vengo a examinarle”

“Buenas noches” Se sentó echado hacia delante ofreciendo su cabeza. El médico miró alrededor y finalmente dejó el maletín sobre el camastro. De su interior sacó una linterna frontal que se puso en la cabeza. Al encenderla lanzó un potente haz de luz blanca. Rebuscó de nuevo en el maletín hasta que encontró un pequeño martillo puntiagudo.

El verdugo les observaba doblado por el peso de los hombros. Las manazas dejadas a lo largo del cuerpo. El labio caído de nuevo en un belfo. Se mantuvo en la penumbra de un rincón de la celda. Mirando silencioso con ojos tristes.

“Con su permiso”

El prisionero se dejó hacer. El médico fue examinando su cabeza al tiempo que emitía sonidos interrogantes intercalando ummms y ajás. Se puso entonces el estetoscopio en los oídos y se dispuso a golpearle con el martillo. Le pidió permiso enarcando las cejas y enseñándole el martillo. Asintió.

El golpe fue débil. En lo alto del cráneo. Apenas lo notó. El médico sin embargo lanzó un grito saltando hacia atrás. Lanzó el estetoscopio al suelo. Dios mío Dios mío gritaba mientras corría por la celda tapándose los oídos con las palmas de la mano. El verdugo contemplaba la escena boquiabierto.

El médico se calmó después de unos minutos moviendose como un pollo descabezado. Se quedó observándole con lágrimas en los ojos. Recogió todo el material en silencio con las manos temblorosas. Le miraba de hito en hito murmurando entre dientes como quien mira a una araña negra y peluda. Salió llevándose consigo al gigantón del brazo.

Siempre lo mismo, se dijo al quedarse de nuevo solo. Volvió a tumbarse mirando al techo. Vinieron a su mente recuerdos. Vio techos húmedos y bajos. Celdas oscuras y lúgubres que apestaban a orines y excrementos de ratas. Recordó también los altos techos abovedados de los calabozos de Bagdad. Las paredes de barro de Tombuctú. El penetrante olor a mar de la Isla de Elba. Al moverse notó una punzada de dolor en la parte baja de la espalda. Añoró el mullido colchón de la prisión de Madrid, el firme pero confortable Tatami del penal de Kioto.

Por las rejas del ventanuco de la puerta de la celda llegaba el resplandor anaranjado de las lámparas que alumbraban el estrecho pasillo que llevaba a las mazmorras, que en contra de lo habitual no estaban en un oscuro sótano, sino que en una segunda planta con espléndidas vistas a la plaza principal de la ciudad. Al llegar había visto que había en total tres celdas. Él era el único prisionero.

Oyó los pasos pesados del verdugo que precedieron al roer de la llave en la cerradura y al lastimero gemido de la puerta. Entró con un brillo renovado en los ojos. Se quedó erguido frente a la puerta observándole durante un segundo antes de hablar en un tono solemne con ecos de tristeza.

“La ejecución ha sido aplazada”

Miró al verdugo. En sus ojos se adivinaba la duda. Pero también el orgullo profesional puesto en tela de juicio. Asomaba en sus pupilas un y si Yo.

“Entiendo. No vaya a pensar que esto son los resultados de chapuceros. Cierto, alguno lo hubo. Pero sepa que en mi cabeza está la rúbrica de los verdugos más afamados del mundo. ¿supongo que sabrá quién es Tao Xung? Pues mire esta deformidad de aquí es obra suya. Después de que la bala saliera despedida de mi nuca hasta tres veces, presa de una furia impropia de una profesional me descerrajó dos tiros en la sien y este en la frente”. Se lo contaba con el flequillo levantado.

“¿Ha conocido a Tao Xung? ¿ha estado entonces en Corea?”

El verdugo se puso en cuclillas. El reo le contó entonces sus peripecias en aquél confín del mundo. Hablaba apoyando el codo derecho sobre la mano izquierda sin parar de mover la derecha. El zapato seguí el ritmo. Le señaló el taburete. Se sentó inclinado hacia delante con los codos en las rodillas. Él le preguntó sin cesar por aquella figura mítica. La primera mujer verdugo de la historia. Su fama era legendaria. Se contaban sobre ella historias increíbles. Su pericia era motivo de respeto en la profesión. Él quería saber si todo aquello era verdad. Quería preguntarle por sus métodos. Ansiaba conocer todos los detalles de la puesta en escena ¿Le había afeitado la nuca? ¿le habían cubierto la cabeza con una capucha de seda transparente? Le contestó que Él no era partidario de perderle la cara a la muerte. De eso ya tendrían tiempo de hablar.

“¿Es cierto que el Jeque Abdullah pidió ser ejecutado por Ella y que le dijo que si era eso lo que quería tenía que ir él a Corea, que ella a Omán no iba?”

“Cierto es, pero lo que no se dice son las razones. Tao Xung no es oro aunque reluzca.”

Esperó un segundo antes de proseguir disfrutando del suspense de su pausa.

“La verdadera razón es que El Jeque no podía pagar sus tarifas”

Nooo, aquello no podía ser pensó indignado. Una gran decepción le confirmó, eso era lo que había sido para Él que había llegado hasta aquél remoto territorio lleno de esperanza.

“Sí, sí. Esa señora se vende al mejor postor. Los potentados que se lo pueden permitir contratan sus servicios para tener el dudoso honor de ser ajusticiados por Ella. Los que no tenemos que ir a Corea a buscarla”

Se sintió estafado, pero su curiosidad pudo más. Quiso saber qué hacía en Corea. Cuál fue su delito en aquél exótico país. Qué arma había usado la verdugo. Qué comían los coreanos. ¿era verdad que comían perro? Las preguntas se atropellaban unas a otras sin dejar paso a las respuestas. El reo le hizo un gesto de alto con la mano.

“Venía cruzando el mar desde Japón.” La cara del verdugo se dilató fascinada.

“Allí llegué tarde. El gran Takeshi había muerto esa misma semana.” El grandullón hizo una reverencia con la cabeza llevándose la mano al pecho al oír el nombre del gran maestro. Del espejo en que todos los verdugos se miran.

“Hasta ahí me llega la mala suerte. Para más colmo los funerales duraron una semana. Ya se puede imaginar. Le enterraron como a un jefe de estado, como a una estrella del fútbol. Siete días y siete noches estuve esperando para que al final un adjunto sin experiencia me hiciera otra chapuza. Pero bueno esa es otra historia. El caso es que me embarqué hacia Corea. Ya ve que también para nada”

Las preguntas se agolpaban en su cabeza, pero afuera ya era noche cerrada. Sacó un reloj del bolsillo que quedó unido a él por una cadena plateada. ¡era ya de madrugada! Se incorporó apresurado.

Con el manojo de llaves en la mano se quedó mirando al prisionero. Salió de la celda sin decir nada. Negando con la cabeza.

Volvió al rato con una bandeja de comida. La depositó en una mesa baja que el reo puso entre los dos. La bandeja estaba ocupada en su mayor parte por una tapa esférica. A un lado una cesta con panes de diferentes tipos, un bol con aceitunas y un vaso de macedonia de frutas. Al otro lado, una jarra de vino y una copa de cristal fino junto a los cubiertos envueltos en una servilleta de tela decorada con arabescos. Estaba insertada en una pieza de madera tallada con forma de cerdo.

El verdugo levantó la tapa reverenciando con un brazo en la espalda en un exagerado gesto teatral. El prisionero no dejaba de mirarle sentado en la misma pose. Su cara se había iluminado divertida. Parecía un niño a punto de arrancarse a aplaudir.

“Menú de condenado a muerte. Aunque su ejecución ha sido aplazada hasta pasado mañana ya estaba preparado, así que… buen provecho”

Se dio la vuelta sonriente. Le producía una desconocida alegría interna ver aquella expresión de contento en un condenado a muerto. A medio salir por la puerta le deseó las buenas noches.

Él se quedó con las ganas de preguntarle cómo iba a morir pasado mañana, pero estaba cansado. Además, no había comido en todo el día mas que una manzana. Fruta que para colmo no le gustaba. Tenía hambre y en la celda flotaba un apetitoso olor a hierbas provenzales y patata asada. Se pasó la mano por la barbilla. Mañana se dijo. Se acercó a la mesa y comió con apetito. El clima de aquellas tierras no era el mejor para el vino, pero, aun así, aquél caldo se dejaba beber.

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