Ciento
y una maneras de vivir, una de morir
1
“¿De qué se ríe?” Se lo
preguntó como esperaba, lentamente, con un vozarrón cavernoso y fatigado. Alargaba
las pausas entre una palabra y la otra como si las buscara en lo más profundo
de su cerebro. Desplazó su pesado corpachón al interior de la celda con
lentitud paquidérmica. Cerró la puerta a sus espaldas. Efectivamente era un
gigantón encorvado por el peso de su cabeza. Una mano grande y peluda sostenía torpe
el manojo de llaves. La otra colgaba flácida e incolora a un lado del cuerpo al
final de un brazo rechoncho. Se diría que no tenía muñecas. El labio inferior
le caía ostensiblemente húmedo hasta media barbilla. Vestía un mono azul, como
el de los mecánicos, basto y algo gastado, pero sin ninguna mancha. Se veía
impoluto, perfectamente planchado. Se tocó su narizota con la mano blanda.
Permaneció en silencio plantado frente a la puerta mirándole con ojos tristes.
Un hilillo de baba empezó a colgar del labio. Le hizo sentir incómodo. Parecía
estar esperando una respuesta.
“Nada, nada. Una nadería.
Cosas mías”. Lo dijo medio susurrando, mirando incómodo al suelo.
El gesto del recién
llegado se tornó sombrío por un momento. La manaza apretó las llaves. La otra
enrojeció apretada sobre sí misma. Pensó que había empezado con mal pie y trató
de enderezarlo.
“Se trata de un juego que
me ayuda a sobrellevar el cautiverio. Verá, una vida de calabozo en calabozo me
permite anticipar con bastante precisión como es quién atravesará esa puerta.
Me basta con oír el sonido de sus pasos, la forma de manipular las llaves y
mover la cerradura, su respiración. A estas alturas raras veces me equivoco.”
“¿y por lo que veo
conmigo ha acertado?” Lo dijo dando unos pasos ligeros y rítmicos hacia Él. Al
alejarse de la puerta se irguió en toda su estatura. Su cabeza quedaba dos palmos
por encima del dintel. Sus ojos se habían encendido desafiantes. En contra de
lo esperado no se movía torpemente oscilando el cuerpo como si no tuviera
cintura. Con un rápido y hábil movimiento se colgó las llaves del cinturón de
piel. Le hablaba pausadamente, con una dicción más que correcta. Utilizaba
palabras que no esperaba. Empleaba un tono de voz reverente no exento de
ironía. Ahora, viéndolo de cerca, su cara, aunque hecha a base de rasgos
bestiales, resultaba en su conjunto armoniosa. Sus labios se curvaron hacia
arriba consciente de la sorpresa que había causado.
Le miraba sorprendido. El
gigantón se acercó hasta el camastro en que estaba sentado. Al hacerlo se
detuvo un instante girando la cabeza para mirar hacia la ventana por la que
entraba la luz azulada de la tarde. Estaba situada a media altura y, para ser
una cárcel, era de tamaño considerable. Desde ella se podía ver toda la plaza.
Llegaban hasta allí las voces de algunos transeúntes. Se iban apagando los ecos
del bullicio del mercado de la mañana. Ya solo llegaban algunos olores animales
y de fruta muy madura que conseguían colarse por las rendijas de la ventana. El
ruido del tráfico se oía lejano, amortiguado. Se oyó un coro de risas
femeninas, de chicas jóvenes que discutían a voces no lejos de allí. El tipo cerró
los ojos. Parecía estar contando hasta cien antes de volver a la realidad.
“Soy el verdugo” Dijo
volviéndose hacia él con semblante serio.
“Encantado de conocerle” se
puso de pie y le extendió la mano que el verdugo aceptó encajándola con el cuidado
de los que acostumbran a tratar con seres más pequeños y débiles que ellos.
Sintió como el prisionero se la apretaba con fuerza, sonriéndole con la mirada.
Volvió a sentarse ofreciéndole con la mano un taburete que descansaba boca
abajo en un rincón.
El verdugo dudó un
instante. La forma de hablar de aquél reo le resultaba curiosa. Su manera de
sentarse en el borde del catre con una pierna sobre la otra manteniendo los
brazos cruzados a la altura del pecho mirándole con la cabeza ladeada le
pareció divertida, por decirlo así, poco habitual en su oficio.
Vestía impecable. Traje
azul marino de sastre y camisa blanca. Un floreado pañuelo de seda fina le
cubría de tonos dorados el cuello. Lo había rematado con un elaborado nudo. Movía
en el aire un zapato negro puntiagudo de piel con la suela algo gastada.
Parecía más venir de lejos a una boda que asistir a su propia ejecución. Quizá
vestía de funeral, pensó riéndose para sus adentros.
En conjunto transmitía un
brillo muy distinto de la sombría atmósfera en la que viven los condenados a
muertes sus últimas horas. Resultaba extraño. Desde luego aquél traje no era el
de un menesteroso que necesitara robar manzanas. Menos aún a sabiendas que eran
las manzanas del Rey. Aquél personaje le intrigaba cada vez más. Lástima que en
unas horas tuviera que quitarle la vida.
“Me gusta visitar a los
prisioneros la víspera”
“Eso denota
profesionalidad. Veo que no me han engañado. Aquí trabaja el mejor verdugo de
todos los reinos”
Notó un cosquilleo en la
garganta. Calor en las mejillas. Le habían halagado aquellas palabras. No
acostumbraba a encontrarse con clientes tan serenos el día antes de su muerte.
Solían recibirle cuanto menos con el rostro perturbado por el miedo. Dispuestos
a vender su alma al mejor postor. Pero a aquél tipo se le veía tranquilo. Exhibía
un excelente humor. Incluso parecía interesado en su trabajo, en su persona.
“¿De qué manera se me va
ajusticiar?” le preguntó de sopetón.
Aquella pregunta acabó
por desconcertarle. Se sintió de repente incómodo. Miró de nuevo hacia la
ventana. Mantuvo allí la mirada fija unos instantes. De fuera llegaban ahora
menos voces. Solo el murmullo lejano de los coches. Tardó unos segundos en volver
la cara hacia el preso. Se quedó observándole en silencio sin saber qué decir.
Visitaba a los condenados por razones que no sabía explicar. Así lo hacía su
padre y su abuelo antes que Él. A él le reconfortaba. Le gustaba pensar que les
ayudaba a pasar mejor su última noche. Por lo general aguantaba media hora de
lloros, súplicas y algún que otro intento de soborno, les daba una palmotada en
la espalda, les traía la cena y se iba tranquilamente a casa. Pero no esperaba
que la conversación fuera a ir por aquellos derroteros.
“Verá. Se lo pregunto
porque, y no es que dude de su profesionalidad, que, créame, de usted tengo las
mejores referencias. Como decía, se lo pregunto porque concurren en mi persona,
y mi pasado así lo atestigua, circunstancias digamos particulares que no hacen
de esta cuestión un detalle menor como pueda pensar”.
“Se le ejecutará mediante
un tiro en la nuca, como manda la ley”.
“Ah” movió la cabeza de
lado a lado negando con el ceño fruncido.
“Acérquese” se lo dijo
girando la cabeza al mismo tiempo que con la mano derecha se levantaba la larga
melena rubia dejando la nuca al descubierto. Se apreciaba ya de lejos un
entramado de cicatrices y abolladuras que recordaba a la superficie de algún
planeta lejano. Cordones de piel rojiza y rugosa recorrían la nuca en todas
direcciones. En algunos puntos se adivinaba directamente el cráneo. En muchos
no crecía pelo.
“Como le decía se dan en
mi cuerpo ciertas particularidades. Créame. El tiro en la nuca no es una buena
opción. Se lo digo porque si se diera el caso de que mañana usted, ante cientos
de ojos, como marca la Ley, apretara el gatillo detrás de mí, la bala saldría
rebotada hacia el cielo. Se lo aseguro. Yo sentiría apenas un leve golpe. Es
verdad que durante horas sería como si dos tábanos se hubieran metido en mis
oídos, pero nada más. Su prestigio se vería injustamente menoscabado y digo
injustamente porque no sería culpa suya que Yo naciera con una cabeza a prueba
de balas. La honra de un largo linaje de verdugos quedaría manchada para
siempre y Yo me vería obligado a seguir mi camino en libertad. Como así
establece la Ley.”
El verdugo estaba
totalmente desconcertado. ¿Qué decía aquél hombre? ¿cómo iba a salir rebotada
la bala? ¿cuándo había fallado Él un tiro en la nuca? En todos los muchos años
que su familia ejercía el cargo, jamás se había dado el caso de que un reo
quedara en libertad por supplicius interruptus. Si bien es cierto que alguna
vez había sucedido en los reinos, no había sido aquí. Eso les sucedía a
advenedizos incapaces de mantener sus instrumentos de trabajo en condiciones.
No a él.
Movió de nuevo la cabeza
y se hizo el pelo hacia atrás enseñándole primero una sien y luego la otra.
Eran instantáneas del mismo planeta. Se levantó por último el flequillo para
mostrarle idéntico paisaje en la frente. Era como si un pájaro carpintero se
hubiera ensañado con aquella cabeza. Dio un paso atrás perplejo.
“Ya ve. Dispararme en la
nuca sería una pésima elección. Créame.”
“Ya veo. Pero la
ejecución está programa para mañana a las doce. En este reino nunca se aplazó
una ejecución. Además,…” Miró de un lado al otro antes de seguir en tono más
bajo “últimamente las cosas andan un poco revueltas en el reino y un
ajusticiamiento siempre viene bien en estas ocasiones.”
“Yo se lo digo por el
bien de todos. Seguro que el buen Rey sabrá entender a razones. Tampoco a Él le
conviene tamaño escándalo. Imagínese cuál puede ser la reacción del pueblo.”
Mientras hablaban la
mazmorra fue quedando en penumbra. El verdugo dio la luz. En medio del techo se
encendió una bombilla blanca que apenas ocultaba algo las sombras dejando la
frente del reo como una luna abollada. Sus ojos azules brillaban un poco más
abajo.
“Mire. Si voy con estos
cuentos al Rey perderé mi empleo, mi casa y… y las pocas tierras que heredé de
mi padre.”
“Ajá. ¿Y qué pasará si
mañana las balas se ven incapaces de atravesar mi cráneo? Valórelo.”
El verdugo le miraba
pensativo. Se acercó a mirar por la ventana. Afuera reinaba un silencio urbano.
Volvió al centro de la celda. A lo lejos atronó el tubo de escape de una moto
nerviosa. Después de unos segundos observándole fijamente en silencio sus ojos
se iluminaron. Sacó un móvil de un bolsillo y con sumo cuidado le apartó el
pelo aquí y allá al tiempo que tomaba fotografías. Él se dejó hacer en
silencio. Salió sin decir nada cerrando la pesada puerta.
Se dejó caer en el catre
mirando al techo con las manos debajo de la nuca. La sombra de las vigas se
curvaba en los revoltones pulcramente blancos. Cerró los ojos intentando no
dormirse. Notó sus piernas cansadas. La espalda rígida por el largo viaje hasta
aquél reino. Pero no quería dormir. Intentaba retrasar el encuentro con la inclemente
búsqueda de las razones que le llevaban a vagar por el mundo.
Así estaba todavía cuando
oyó pasos acercarse. Se abrió de nuevo la pesada puerta. Entró el verdugo
seguido de un médico vestido de médico. Llevaba bata blanca y un estetoscopio
al cuello. En una mano llevaba un pequeño maletín de piel. Era una mano huesuda
en la que se marcaban las venas moradas. Debajo de la bata llevaba pantalones a
rallas y mocasines relucientes. . Le miró a la cara pálida, los ojos embolsados,
la cabeza pelona con alguna roncha rojiza. Pobre hombre pensó. En la parte
derecha del pecho se veía una insignia de oro con el escudo de la casa del Rey.
Vaya el médico real nada menos pensó.
“Buenas noches. Vengo a
examinarle”
“Buenas noches” Se sentó
echado hacia delante ofreciendo su cabeza. El médico miró alrededor y
finalmente dejó el maletín sobre el camastro. De su interior sacó una linterna
frontal que se puso en la cabeza. Al encenderla lanzó un potente haz de luz
blanca. Rebuscó de nuevo en el maletín hasta que encontró un pequeño martillo
puntiagudo.
El verdugo les observaba
doblado por el peso de los hombros. Las manazas dejadas a lo largo del cuerpo.
El labio caído de nuevo en un belfo. Se mantuvo en la penumbra de un rincón de
la celda. Mirando silencioso con ojos tristes.
“Con su permiso”
El prisionero se dejó
hacer. El médico fue examinando su cabeza al tiempo que emitía sonidos
interrogantes intercalando ummms y ajás. Se puso entonces el estetoscopio en
los oídos y se dispuso a golpearle con el martillo. Le pidió permiso enarcando
las cejas y enseñándole el martillo. Asintió.
El golpe fue débil. En lo
alto del cráneo. Apenas lo notó. El médico sin embargo lanzó un grito saltando
hacia atrás. Lanzó el estetoscopio al suelo. Dios mío Dios mío gritaba mientras
corría por la celda tapándose los oídos con las palmas de la mano. El verdugo
contemplaba la escena boquiabierto.
El médico se calmó después
de unos minutos moviendose como un pollo descabezado. Se quedó observándole con
lágrimas en los ojos. Recogió todo el material en silencio con las manos
temblorosas. Le miraba de hito en hito murmurando entre dientes como quien mira
a una araña negra y peluda. Salió llevándose consigo al gigantón del brazo.
Siempre lo mismo, se dijo
al quedarse de nuevo solo. Volvió a tumbarse mirando al techo. Vinieron a su
mente recuerdos. Vio techos húmedos y bajos. Celdas oscuras y lúgubres que
apestaban a orines y excrementos de ratas. Recordó también los altos techos
abovedados de los calabozos de Bagdad. Las paredes de barro de Tombuctú. El
penetrante olor a mar de la Isla de Elba. Al moverse notó una punzada de dolor
en la parte baja de la espalda. Añoró el mullido colchón de la prisión de
Madrid, el firme pero confortable Tatami del penal de Kioto.
Por las rejas del
ventanuco de la puerta de la celda llegaba el resplandor anaranjado de las
lámparas que alumbraban el estrecho pasillo que llevaba a las mazmorras, que en
contra de lo habitual no estaban en un oscuro sótano, sino que en una segunda
planta con espléndidas vistas a la plaza principal de la ciudad. Al llegar
había visto que había en total tres celdas. Él era el único prisionero.
Oyó los pasos pesados del
verdugo que precedieron al roer de la llave en la cerradura y al lastimero
gemido de la puerta. Entró con un brillo renovado en los ojos. Se quedó erguido
frente a la puerta observándole durante un segundo antes de hablar en un tono
solemne con ecos de tristeza.
“La ejecución ha sido
aplazada”
Miró al verdugo. En sus
ojos se adivinaba la duda. Pero también el orgullo profesional puesto en tela
de juicio. Asomaba en sus pupilas un y si Yo.
“Entiendo. No vaya a
pensar que esto son los resultados de chapuceros. Cierto, alguno lo hubo. Pero
sepa que en mi cabeza está la rúbrica de los verdugos más afamados del mundo.
¿supongo que sabrá quién es Tao Xung? Pues mire esta deformidad de aquí es obra
suya. Después de que la bala saliera despedida de mi nuca hasta tres veces, presa
de una furia impropia de una profesional me descerrajó dos tiros en la sien y
este en la frente”. Se lo contaba con el flequillo levantado.
“¿Ha conocido a Tao Xung?
¿ha estado entonces en Corea?”
El verdugo se puso en
cuclillas. El reo le contó entonces sus peripecias en aquél confín del mundo. Hablaba
apoyando el codo derecho sobre la mano izquierda sin parar de mover la derecha.
El zapato seguí el ritmo. Le señaló el taburete. Se sentó inclinado hacia
delante con los codos en las rodillas. Él le preguntó sin cesar por aquella
figura mítica. La primera mujer verdugo de la historia. Su fama era legendaria.
Se contaban sobre ella historias increíbles. Su pericia era motivo de respeto
en la profesión. Él quería saber si todo aquello era verdad. Quería preguntarle
por sus métodos. Ansiaba conocer todos los detalles de la puesta en escena ¿Le
había afeitado la nuca? ¿le habían cubierto la cabeza con una capucha de seda
transparente? Le contestó que Él no era partidario de perderle la cara a la
muerte. De eso ya tendrían tiempo de hablar.
“¿Es cierto que el Jeque Abdullah
pidió ser ejecutado por Ella y que le dijo que si era eso lo que quería tenía
que ir él a Corea, que ella a Omán no iba?”
“Cierto es, pero lo que
no se dice son las razones. Tao Xung no es oro aunque reluzca.”
Esperó un segundo antes
de proseguir disfrutando del suspense de su pausa.
“La verdadera razón es
que El Jeque no podía pagar sus tarifas”
Nooo, aquello no podía
ser pensó indignado. Una gran decepción le confirmó, eso era lo que había sido
para Él que había llegado hasta aquél remoto territorio lleno de esperanza.
“Sí, sí. Esa señora se
vende al mejor postor. Los potentados que se lo pueden permitir contratan sus
servicios para tener el dudoso honor de ser ajusticiados por Ella. Los que no
tenemos que ir a Corea a buscarla”
Se sintió estafado, pero
su curiosidad pudo más. Quiso saber qué hacía en Corea. Cuál fue su delito en
aquél exótico país. Qué arma había usado la verdugo. Qué comían los coreanos. ¿era
verdad que comían perro? Las preguntas se atropellaban unas a otras sin dejar
paso a las respuestas. El reo le hizo un gesto de alto con la mano.
“Venía cruzando el mar
desde Japón.” La cara del verdugo se dilató fascinada.
“Allí llegué tarde. El
gran Takeshi había muerto esa misma semana.” El grandullón hizo una reverencia
con la cabeza llevándose la mano al pecho al oír el nombre del gran maestro.
Del espejo en que todos los verdugos se miran.
“Hasta ahí me llega la
mala suerte. Para más colmo los funerales duraron una semana. Ya se puede
imaginar. Le enterraron como a un jefe de estado, como a una estrella del
fútbol. Siete días y siete noches estuve esperando para que al final un adjunto
sin experiencia me hiciera otra chapuza. Pero bueno esa es otra historia. El
caso es que me embarqué hacia Corea. Ya ve que también para nada”
Las preguntas se
agolpaban en su cabeza, pero afuera ya era noche cerrada. Sacó un reloj del
bolsillo que quedó unido a él por una cadena plateada. ¡era ya de madrugada! Se
incorporó apresurado.
Con el manojo de llaves
en la mano se quedó mirando al prisionero. Salió de la celda sin decir nada.
Negando con la cabeza.
Volvió al rato con una
bandeja de comida. La depositó en una mesa baja que el reo puso entre los dos.
La bandeja estaba ocupada en su mayor parte por una tapa esférica. A un lado
una cesta con panes de diferentes tipos, un bol con aceitunas y un vaso de
macedonia de frutas. Al otro lado, una jarra de vino y una copa de cristal fino
junto a los cubiertos envueltos en una servilleta de tela decorada con
arabescos. Estaba insertada en una pieza de madera tallada con forma de cerdo.
El verdugo levantó la
tapa reverenciando con un brazo en la espalda en un exagerado gesto teatral. El
prisionero no dejaba de mirarle sentado en la misma pose. Su cara se había
iluminado divertida. Parecía un niño a punto de arrancarse a aplaudir.
“Menú de condenado a
muerte. Aunque su ejecución ha sido aplazada hasta pasado mañana ya estaba preparado,
así que… buen provecho”
Se dio la vuelta sonriente.
Le producía una desconocida alegría interna ver aquella expresión de contento
en un condenado a muerto. A medio salir por la puerta le deseó las buenas
noches.
Él se quedó con las ganas
de preguntarle cómo iba a morir pasado mañana, pero estaba cansado. Además, no
había comido en todo el día mas que una manzana. Fruta que para colmo no le
gustaba. Tenía hambre y en la celda flotaba un apetitoso olor a hierbas
provenzales y patata asada. Se pasó la mano por la barbilla. Mañana se dijo. Se
acercó a la mesa y comió con apetito. El clima de aquellas tierras no era el
mejor para el vino, pero, aun así, aquél caldo se dejaba beber.
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