Primero cogerás una buena cabeza
de ajos, blanca como el cabello de un anciano, de gordos y jugosos dientes; les
quitarás la morada camisa y los cortarás en rodajas para obtener un oloroso
confeti. En una paella honda habrás puesto el equivalente a un trago largo de
aceite de oliva, los trébedes ya estarán sobre el infierno de madera de
naranjo. Calentarás el aceite con una fresa de sal, para que no salte y te
convierta en pecosa. Incorporarás el ajo y una patata laminada al folio; así al
cocer, después de frita, se deshará y trabará el caldo, dándole esa
consistencia arenosa tan agradable en boca. Cuando los ajos tengan el color de
la piel de pollo frito, añadirás un par de guindillas, pebreras, chiles o como
llamen en tu pueblo a esos frutos largos y rojos que te hacen sudar, llorar y
hervir la sangre; y, no, no estoy hablando de tu novio. Tienes que estar atenta
y remover con cuidado para que no se queme o amargará como el primer despido
laboral. Añadirás agua hasta los tornillos de las asas, por supuesto, medida
internacional. Dejarás que se caliente. Mientras pelarás las patatas y las trocearás
según el gusto. Hay quien, con meticulosidad de arquitecto, las corta sobre una
tabla; primero en redondeles que convierten en bastones antes de formar cubos
perfectos y simétricos. Hay quien le va dando bocados con el cuchillo, como si
no quisiera molestarse en hacer el corte entero. Cuando el agua empiece a evaporarse añadirás las patatas. No olvides comprobar
el infierno, no debe arrebatarse pero tampoco puede convertirse en purgatorio.
Es el momento en el que te enfrentarás a las culebrillas. Evidentemente las
anguilas deberán estar vivas. Recomiendo usar un guante de acero, o en su
defecto una manopla de cocina de rizo. Son escurridizas, con un guante de goma
tal vez se te escapen. Sacarás una del barreño con agua donde te estaban
esperando y la sujetarás con fuerza por debajo de la cabeza, apoyando esta
sobre el madero. No lo pienses, agarra la cuchilla con determinación. Déjala
caer. Un único golpe. Lo sé, culebrea. Incluso sin cabeza se enroscará en tu
muñeca luchando por su vida. Suéltala, coge otra y repite el proceso. En unos
minutos ninguna se moverá. Y podrás librarlas de sus órganos internos,
trocearlas y ducharlas. Estarán listas para añadirlas a las patatas, las abandonarás
diez minutos allí. Coge un trapo para agarrar el asa de la paella, no sea que
te peques a ella y agita sin remover, a lo Bond, el guiso. Estará listo para degustar
el mejor all i pebre del puerto de Catarroja. Aunque, tal vez, solo tal vez, a
ti no te apetezca ni probarlo.
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