Jamás había vivido una experiencia que me dejará tanta huella en mi ser como la que viví transcurridos 20 años de haberme graduado de bachiller.
Éramos 15 estudiantes de bachillerato que elegimos ir por la rama humanística y en esos dos años que compartimos risas, tonterías propias de adolescentes en plena etapa de amores y desamores y sobre todo jodederas que siempre teníamos con las monjas y que en su mayoría españolas nos causaban gracia por su acento marcado, nunca, creo que llegáramos a pensar lo que podía suceder transcurridos 20 años.
Un buen día a una del grupo se le ocurre que tenemos que celebrar “20 años de graduadas”y se dio a la tarea de ir localizando a las compañeras de clase, cuadró que lo mejor sería reunirnos en casa de Rosa y que teníamos que llevar un plato de comida y bebida (ron, vino, whisky y refrescos) cada una para compartir.
La casa de Rosa era grande, una quinta que decimos nosotros, de muchos niveles, y en una sala brutal de espaciosa había sofás de piel muy cómodos colocados en una esquina alrededor de una mesa central baja, a un lado y al fondo un horno de leña para pizzas ya que ella es de origen italiano y más al centro y a la derecha una mesa rústica muy larga y de madera con bancos a sus lados para sentarse a comer y compartir, la vista, al fondo, simplemente espectacular ya que se dominaba desde la colina (que es donde está ubicada la quinta) gran parte de el valle de Caracas.
El primer momento fue emocionante ya que al llegar a casa de Rosa, quién por cierto vivía a una calle de diferencia, resultó de mucha alegría. En la entrada se encontraba María con un puñado de tarjetas y alfileres en sus manos y jodiendo nos abrazaba y nos decía nuestros nombres, colocándonos una tarjeta a la altura del pecho por sí habíamos cambiado mucho y no nos reconocíamos, por cierto, ella fue la promotora de esa gran experiencia que nunca olvidaré.
Cada una de nosotras entraba con su plato y botella e inmediatamente lo dejábamos sobre la larga mesa de madera. Allí empezaba el saludo y las expresiones de alegría, asombro, risotadas y por supuesto nuestros característicos ¡coñooooooo, estás igualita!, ¡no, mierda tú sí estás cambiada!, ¡tú más gorda!, no jodas estás irreconocible, qué te hiciste? y así transcurrió el saludo y la entrada triunfal de 14 jóvenes compañeras de clases, digo catorce porque Rosa fue nuestra anfitriona de ese reencuentro.
Tengo que decir que la cita fue a las tres de la tarde y al principio pensamos (cuando nos citaban) coño, qué temprano para reunirnos, pero, pero... pero lo que sucedió después de haber comido y tomar un trago (bueno no creo que fuera un trago, hay que ser honesta porque el alcohol desinhibe, de eso si estoy segura) y sentarnos cada una ya cómodamente en aquellos grandes sofás de piel que invitaban a contar nuestras experiencias de vida, de lo ocurrido, de lo vivido en esos 20 años, todas ávidas de escuchar, de curiosear, de preguntar, de saber más... Recuerdo que se hicieron cerca de las once de la noche y que el tiempo había transcurrido volando (frase muy trillada) nunca mejor dicho, recuerdo también que nuestras caras de alegría fueron cambiando a medida que escuchábamos cada relato, parecían sacados de películas de terror, drama, ciencia y ficción, de amor y desamor pero recuerdo que me dejo huella lo narrado por cuatro compañeras que me hicieron llorar y que esa noche no dormí pensando en lo que habían vivido mis compañeras de bachillerato.
Decimos a la ligera cuando vemos la TV –ah, esa vaina solo se ve en películas y de pensar que la experiencia de vida de cada ser humano puede ser mas brutal que lo visto en pantallas.
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