Todo el mundo en el tren andaba alborotado. Se miraban unos
a otros perplejos. En los vagones los hombros subían y bajaban dando la
impresión de un mar repleto de cabezas bolla. Por las ventanillas el mundo
pasaba ajeno a la confusión. Campos amarillentos y casas blancas se difuminaban
con aparente normalidad. Los árboles desnudos exhibían sus muñones en las
estaciones vacías. Hacia poniente las montañas blanquecinas permanecían en su
lugar como estrellas lejanas. En el levante amanecía el día sobre un mar
tranquilo, pero… ¿qué día?
Yo andaba arriba y abajo por el pasillo cosechando las
miradas hostiles y furtivas de los viajeros más osados. El resto o me miraba
reflejado en los cristales o lanzaba sus ojos al suelo evitando cruzarse con
los míos. Llegaba hasta la cafetería casi en la cola del tren, pedía un café,
me lo tomaba a sorbitos ojeando un periódico, hacía intento de pagar, no me
cobraban. Llegaba hasta la locomotora, llamaba, me dejaban entrar y ver la vía
desaparecer debajo de nuestros pies hasta que me asaltaba un ligero mareo.
Volvía entonces a cruzar el tren hacia la cafetería.
Un señor venció el peso de su corbata levantándose para
interceptarme con cara de pocos amigos. Pero una mano amiga le asió desde el
asiento contiguo devolviéndole a tiempo a su sitio. Estás loco alcancé a oír
que le interrogaba.
Barcelona se acercaba rauda al encuentro del tren ¿Qué
día sería allí? El desconcierto inicial había dado lugar al nerviosismo.
Recuperada la cobertura las llamadas no hicieron sino confirmar la absurda
novedad. Sí, hoy era 24 de septiembre ¿y qué? No iba a consentir que un maldito
error en la fecha de mi billete me estropeara el día.
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