28/10/16

                                                LA SORDERA
Fue cuando me diagnosticaron hipoacusia bilateral. La otorrino dijo que mi caso era operable, pero que unos años después ya no lo sería. A mis preguntas, aclaró que había riesgo de perder del todo la audición, pero que empezarían por el oído peor y, si iba mal, no seguirían con el otro.
Como yo seguía dudando, me dijo que lo pensara y volviera al cabo de seis meses. Me valoraría de nuevo y decidiríamos.
Por entonces estábamos trasladándonos de oficina. Hubo un tiempo que, estando ya en la nueva, parte de la documentación estaba aún en la antigua. Los locales no estaban muy alejados, así que me acercaba andando a buscar lo que me hacía falta
Una vez que volvía yo a mi nuevo despacho con algún papel del antiguo pasaba por una de las calles más céntricas. Era mediodía y estaba saturada por el tráfico y los peatones que circulaban por ella.
Iba yo con la prisa que nos imponen los asuntos profesionales, cuando me abordó una chica. Muy joven no era, unos treinta años tal vez. Ni guapa ni fea, bajita y regordeta, sin ser gorda. Una discreta melena corta de color negro encuadraba un rostro no especialmente agraciado. Su vestido, sencillo, se adecuaba a la vulgaridad general que parecía emanar de su persona.
Estoy acostumbrado a que me paren en la calle. Tengo cara de panoli y a la gente le da menos corte dirigirse a mí. (Esto, desde luego, es una interpretación propia, que no he contrastado de manera objetiva). En general lo hacen para preguntarme alguna dirección. Suelo ser de poca ayuda, pues todas me suenan, pero no sé situarlas, y menos aún cómo han de llegar hasta allí.     
No me sorprendió por tanto que la joven me parara. La vi hablarme, pero, y aquí empieza lo raro, no le oí nada. Bueno, exagero un poco. Oí una especie de bisbiseo en el que no pude distinguir ni una sola palabra. Para los que no sean del gremio (médicos o sordos) la hipoacusia no te impide oír, sino distinguir con precisión los sonidos, con lo que uno entiende mal lo que le dicen, trabucando a menudo lo que ha oído.
Pero aquí era peor: no entendía nada. Me alarmé ¿Tanto habría progresado mi enfermedad?  Le pedí con cortesía a la muchacha que me repitiera su pregunta, pidiendo a la vez perdón por no haberla entendido. La chica volvió a formularla, pero yo seguí sin entender nada; ni siquiera creo haber captado el signo de interrogación.
Estaba desolado. No tanto por la chica sino por mi manifiesta incapacidad de oír. Repetí mis excusas y pude captar un movimiento de impaciencia, normal, por cierto, en su rostro. Supuse que iba abandonarme en beneficio de alguien de oído más despejado.
Pero no, repitió la pregunta por tercera vez. Y se produjo el milagro. En alta, clara y hasta atronadora voz pude oírla y, como yo, toda la gente que circulaba alrededor
-¡Qué si quieres echar un polvo, coño!-dijo en tono entre irritado y despectivo
Su grito (así me lo pareció) produjo ese silencio sepulcral que a menudo se hace en medio de conversaciones múltiples que parecen ponerse de acuerdo en cesar de manera simultánea. El caso es que a mí me dejó con la boca abierta, con una cara de panoli más justificada que nunca, y objeto de la curiosidad entre risueña y suspicaz de los viandantes. La chica, mientras, se había marchado sin darme la oportunidad…¿de qué, en realidad?

Cuando pasaron los seis meses, decidí no volver al otorrino. ¡Para lo que hay que oír…!

No hay comentarios:

Publicar un comentario