EL CAMARERO INQUIETO (Tercera persona)
Miró,
con disimulo, su reloj. Aún no era demasiado tarde, pensó. Pero todavía tenía
que servir la cena. Esperaban a alguien, había un sitio libre en la mesa.
Por fin,
le hicieron señas y se acercó. Habían decidido empezar sin esperar al que
faltaba. Echó un rápido vistazo a la
mesa: eran siete, cuatro hombres y tres mujeres. Le gustaba fantasear y decidió
que eran todos de una misma familia. Algunos, desde luego, lo parecían. Pero
hubo de interrumpir sus pensamientos,
para atender a lo que le decían.
¡Qué pesada
es la gente! La comida estaba encargada de antemano, con un único menú. Pero
ahora, la señora gorda quería que el solomillo para ella estuviera bien hecho,
y al oírla, los demás parecieron salir de su torpor y empezaron a hacer
peticiones a cuál más complicada.
Era ya
veterano, y no tenía mucha dificultad en tomar nota a la vez que identificaba
al que lo pedía con breves motes puestos sobre la marcha: gorda-hecho,
fofo-crudo, marilín-sin patatas, etc...
Se
dirigió con cierta prisa a la cocina. Ya eran las diez. Si había suerte, tal
vez a las doce podría estar libre.
Una vez
dadas las órdenes, se colocó de nuevo a la vista de la mesa. Contempló sin
moverse – porque no era de su competencia– cómo les traían los vinos. El Fofo
se daba aires de entender, pero se veía a
la legua que de eso, nada. Un jovencito, en cambio, decía algo inaudible y
denotaba por los gestos que él sí entendía. La Marilín reía con la risa
estúpida que él mismo habría imaginado de no oírla. La Gorda le coreaba. El más
elegante del grupo, al que dio el nombre de Presumido, las miraba con las cejas
levantadas como si no supiera de dónde habían salido. ¿Sería hermano de la
Marilín? Porque no era su mujer, de eso estaba seguro.
La más
discreta era una chica de tez pálida. ¿Qué le hizo llamarla la Muerte? Bueno,
tenía un aspecto romántico, pero tal vez le recordó a Elena y la visita que iba
hacer luego, si acababa pronto, al tanatorio. Era una ocasión única.
Hizo su
entrada entonces un tipo que parecía haberse equivocado de local. Mal vestido,
desaseado, sin corbata. No es que la corbata fuera obligatoria, pero se
sobreentendía que... Y, para colmo, zapatillas deportivas. De las caras, desde
luego. Pero eso era indiferente.
Tras un
titubeo, se dirigió hacia la mesa. Las cejas del Presumido se levantaron aún
más, si cabe. La Gorda lanzó un pequeño grito de júbilo y uno de los
comensales, en el que hasta ahora no se había fijado, un viejo calvo, gruñó con
cierta fuerza. El Desastrado los ignoró y ocupó la silla vacía, junto a la
Muerte. Le dio un beso superficial en la mejilla, mientras ella murmuraba algo,
que él fingió no oír.
De
cocina ya avisaban para servir, y estuvo llevando platos con toda la ceremonia
que se estilaba. Pero desde la llegada del Desastrado, la mesa estaba un tanto
alborotada, la gente había dejado sus máscaras de aburrimiento a un lado y se
mostraba enfadada o apasionada. Se diría que se habían dividido. Se fijó en el
Presumido, que con el Calvo llevaba ahora la voz cantante. Su parecido con el
Desastrado era sorprendente. Hermanos sin duda, pero ¿gemelos? No, el Desastrado
era más guapo y más joven, estaba claro, aunque tal vez la forma de vestir
influyera en dar esa impresión.
Se
retiró en cuanto pudo. Tenía que concentrarse en Elena. Era el momento de
lograr una reconciliación. Cuando a una se le muere la madre está sin duda
afectada, y que él fuera ahora allí a verla, a darle un abrazo, justificado por
las circunstancias, sería un tanto. O no. Porque tal vez Elena estuviera fría.
O peor aún, quizá se hubiera retirado ya, si él iba muy tarde. Pero si estaba,
no podría rechazarle. Con tal de que estos pelmazos se larguen pronto...
Se fijó de
nuevo en la mesa, en la que las voces se alzaban. La Marilín, con voz chillona,
estaba diciendo algo a la Muerte, algo que debía ser desagradable, porque los
labios de la chica se apretaban y su color rojo contrastaba con la palidez de
sus mejillas. La Gorda hizo un intento, vano, de imponer silencio, que el Fofo
secundaba. Pero el Calvo, con indignación, ahogó sus voces.
Le
llegaban palabras sueltas: “escándalo”, “vergüenza”, “educación”...¡Menudos
latosos!
De
repente el Desastrado se levantó, tomó del brazo a la Muerte, y se dirigieron
ambos a la salida. De los demás, por un
momento silenciosos, se elevó un clamor. La Gorda se puso en pie, pero el Calvo
la hizo sentarse de nuevo. Las voces se animaban en un crescendo, mientras el
camarero volvía mirar, por enésima vez
su reloj: ¡Ya eran las doce!
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