8/12/16


EL CAMARERO INQUIETO  (Tercera persona)

Miró, con disimulo, su reloj. Aún no era demasiado tarde, pensó. Pero todavía tenía que servir la cena. Esperaban a alguien, había un sitio libre en la mesa.
Por fin, le hicieron señas y se acercó. Habían decidido empezar sin esperar al que faltaba.  Echó un rápido vistazo a la mesa: eran siete, cuatro hombres y tres mujeres. Le gustaba fantasear y decidió que eran todos de una misma familia. Algunos, desde luego, lo parecían. Pero hubo de  interrumpir sus pensamientos, para atender a lo que le decían.
¡Qué pesada es la gente! La comida estaba encargada de antemano, con un único menú. Pero ahora, la señora gorda quería que el solomillo para ella estuviera bien hecho, y al oírla, los demás parecieron salir de su torpor y empezaron a hacer peticiones a cuál más complicada.
Era ya veterano, y no tenía mucha dificultad en tomar nota a la vez que identificaba al que lo pedía con breves motes puestos sobre la marcha: gorda-hecho, fofo-crudo, marilín-sin patatas, etc...  
Se dirigió con cierta prisa a la cocina. Ya eran las diez. Si había suerte, tal vez a las doce podría estar libre.
Una vez dadas las órdenes, se colocó de nuevo a la vista de la mesa. Contempló sin moverse – porque no era de su competencia– cómo les traían los vinos. El Fofo se daba aires de entender,  pero se veía a la legua que de eso, nada. Un jovencito, en cambio, decía algo inaudible y denotaba por los gestos que él sí entendía. La Marilín reía con la risa estúpida que él mismo habría imaginado de no oírla. La Gorda le coreaba. El más elegante del grupo, al que dio el nombre de Presumido, las miraba con las cejas levantadas como si no supiera de dónde habían salido. ¿Sería hermano de la Marilín? Porque no era su mujer, de eso estaba seguro.
La más discreta era una chica de tez pálida. ¿Qué le hizo llamarla la Muerte? Bueno, tenía un aspecto romántico, pero tal vez le recordó a Elena y la visita que iba hacer luego, si acababa pronto, al tanatorio. Era una ocasión única.
Hizo su entrada entonces un tipo que parecía haberse equivocado de local. Mal vestido, desaseado, sin corbata. No es que la corbata fuera obligatoria, pero se sobreentendía que... Y, para colmo, zapatillas deportivas. De las caras, desde luego. Pero eso era indiferente.
Tras un titubeo, se dirigió hacia la mesa. Las cejas del Presumido se levantaron aún más, si cabe. La Gorda lanzó un pequeño grito de júbilo y uno de los comensales, en el que hasta ahora no se había fijado, un viejo calvo, gruñó con cierta fuerza. El Desastrado los ignoró y ocupó la silla vacía, junto a la Muerte. Le dio un beso superficial en la mejilla, mientras ella murmuraba algo, que él fingió no oír.
De cocina ya avisaban para servir, y estuvo llevando platos con toda la ceremonia que se estilaba. Pero desde la llegada del Desastrado, la mesa estaba un tanto alborotada, la gente había dejado sus máscaras de aburrimiento a un lado y se mostraba enfadada o apasionada. Se diría que se habían dividido. Se fijó en el Presumido, que con el Calvo llevaba ahora la voz cantante. Su parecido con el Desastrado era sorprendente. Hermanos sin duda, pero ¿gemelos? No, el Desastrado era más guapo y más joven, estaba claro, aunque tal vez la forma de vestir influyera en dar esa impresión.
Se retiró en cuanto pudo. Tenía que concentrarse en Elena. Era el momento de lograr una reconciliación. Cuando a una se le muere la madre está sin duda afectada, y que él fuera ahora allí a verla, a darle un abrazo, justificado por las circunstancias, sería un tanto. O no. Porque tal vez Elena estuviera fría. O peor aún, quizá se hubiera retirado ya, si él iba muy tarde. Pero si estaba, no podría rechazarle. Con tal de que estos pelmazos se larguen pronto...
Se fijó de nuevo en la mesa, en la que las voces se alzaban. La Marilín, con voz chillona, estaba diciendo algo a la Muerte, algo que debía ser desagradable, porque los labios de la chica se apretaban y su color rojo contrastaba con la palidez de sus mejillas. La Gorda hizo un intento, vano, de imponer silencio, que el Fofo secundaba. Pero el Calvo, con indignación, ahogó sus voces.
Le llegaban palabras sueltas: “escándalo”, “vergüenza”, “educación”...¡Menudos latosos!

De repente el Desastrado se levantó, tomó del brazo a la Muerte, y se dirigieron ambos a la salida. De los demás,  por un momento silenciosos, se elevó un clamor. La Gorda se puso en pie, pero el Calvo la hizo sentarse de nuevo. Las voces se animaban en un crescendo, mientras el camarero volvía  mirar, por enésima vez su reloj: ¡Ya eran las doce!

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