HEROICA
Me eché a
temblar cuando llamó mi hermana, no sin razón. Quería que asistiera a una
comida con uno de esos fenómenos que ella iba recogiendo por ahí, autor de algo
excepcional. Mi hermana tiene más dinero que juicio, y varias veces ha
intentado implicarme en sus efímeros entusiasmos.
Esta vez era
una obra musical, por la que yo debía interesarme. Alguna razón tenía. Desde
que ganamos las elecciones estoy en el Instituto Superior de Música, y aunque
mis conocimientos musicales no son suficientes para juzgar una obra, podía
interesarme por ella y, en su caso, consultar con los técnicos del Instituto.
El autor era un italiano, muy amigo
de mi hermana, que por descontado lo habría conocido pocas semanas antes.
No sé si me
alivió saber que ella no podría ir a la comida. Tenía otros compromisos, pero ya
había reservado mesa para dos en uno de los mejores restaurantes.
Llegó el día
fijado y allí estaba yo en el restaurante con un mozo, que pese a su nombre
ridículo –Oronzio Facciatosta- era un tipo simpático, elegante y aún joven.
Tuvo el buen gusto de no hablar “de lo
suyo” mientras nos servían una comida notable: Ostras gratinadas, lomos de
esturión ahumado, confit de pato… todo con su maridaje. Temí tener que pagar
semejante menú, aunque fuera a cargo del contribuyente. Pero hasta eso evité.
Facciatosta pagó, no sé si con fondos propios o de mi hermana.
Después de tal
gentileza, ¿cómo negarme a acompañarlo a su estudio para oír su obra? Iba algo
cargado, pero esperaba descabezar un sueñecito mientras escuchaba la música. He
aprendido a dormir con los ojos abiertos en mítines o reuniones de partido, y al
oír la música hasta podría cerrarlos, fingiendo concentración.
El estudio
era un pequeño apartamento puesto con buen gusto. Si lo pagaba mi hermana, iba
a acabar arruinándose.
Cuando me di
cuenta, el italiano iba muy lanzado, y yo no sabía de qué iba la cosa. Se
confesaba discípulo de un tal Pierre Menard, del que yo nunca había oído
hablar. Supuse que sería algún músico moderno, pues ahora Oronzio decía que se
había inspirado en él. Bueno … ¿Y qué diablos pintaba el Quijote? Había bebido
demasiado, sin duda, porque me pareció entender que decía que ese Menard escribió
el Quijote, algo ridículo. Oronzio parecía tan fresco, pero yo necesitaba un
buen sofá.
Por fin la
cosa se encarriló, ahora hablaba de Beethoven, aunque no sé a qué venía eso de
que sin Napoleón no habría Heroica…Si vamos a eso, si no ganamos las elecciones
no estaría yo ahí aguantando el chaparrón. Me esforcé en atender. Oronzio decía,
con sutil deje italianizante:
–Beethoven
tiene el vantaggio de ser grande. Cualquier
público lo reconoce, o cree reconocerlo. Sopratutto
es bueno. Sin duda, la 9ª está muy
vista, ¿verdad? Eso del Himno de la alegría…Pero en realidad, ¿no era mejor el Allegro de la Heroica? Más digno. Y no
hablemos de la marcha fúnebre. En fin, creo que ha sido un acierto escoger la
Heroica, ¿no le parece?
A mí no me
parecía nada. Este hombre, ¿qué se proponía?, ¿dar una representación de
Beethoven? Empezaba a intrigarme. Oronzio continuaba:
–…Y, como
verá usted, he dejado sutiles huellas de mi creación. No podía alterar la obra,
que yo habría compuesto –que, en cierto modo, he compuesto–idéntica a la de
Beethoven, pero quería marcar que no es la obra de Beethoven y hacerlo para que
el público, aun el más negado a la música, pudiera percibirlo. Lo notará usted,
no lo dude. Porque ahora, con su permiso, la vamos a escuchar. Es la versión de
la Filarmónica de Viena, dirigida por Thieleman – aclaró
Y se puso a
ello, con un aparato estereofónico que, dicho sea de paso, sonaba muy bien. La
primera vez no estuve seguro, pero el gesto del señor Facciatosta me hizo
comprender lo que había hecho, algo así como rayar levemente el disco,
reiterando acordes aquí y allá. Me pareció notarlo tres o cuatro veces en el Allegro. En la Marcha fúnebre sólo pude
captar un final en exceso prolongado. Pero con esto, y al ir haciendo la
digestión, empecé a cobrar interés, y tal vez por eso capté varias repeticiones
más en el Scherzo y hasta en el Finale. Cuando acabó la obra, una hora
después, yo estaba ya totalmente despejado y comprendí enseguida la sugerencia
de Facciatosta:
–Se ha dado
cuenta, ¿verdad? La gente corriente tardará
un poco más, pero acabará cayendo, antes o después. Lo comentará, querrá oírla
otra vez y volverá a comprobar. ¡Será un éxito!
–Sí– dije con
cautela– es probable. Pero ¿cómo lo ha conseguido? Es un efecto muy curioso,
apenas perceptible, pero ingenioso
– ¡Ah!, es mi
secreto, y me permitirá guardarlo. ¿Puedo contar con su ayuda para un estreno?
Le di
seguridades, aunque sin promesas. Yo no era más que un primus inter pares, y luego la opinión de los técnicos…Pero, en lo
que estuviese en mi mano…En todo caso, le recomendé:
– Eso sí,
tenga usted paciencia, ya sabe cómo es la burocracia, no es posible apresurarla.
Nos
despedimos muy amigos. Mientras iba para
casa, rumiaba yo el asunto. Si fuera cosa mía, tal vez valiera la pena
arriesgar dinero. Se puede ganar, ¡la gente es tan tonta! Pero en el ministerio
no gano nada. Primero he de pasar por los técnicos que no tragarán con el
camelo. Luego, la ministra, una pelanas, que no lo entenderá aunque se lo diga
con todas las letras. Y la prensa. ¡Quita! No hay nada que hacer.
Cuando llegué
a casa, la suerte del pobre Facciatosta estaba echada. Era lo más fácil, no
hacer nada. Si reclamaba, bastaba cualquier excusa. Y tenía el placer añadido
de haber asistido a la única representación de una obra, que había creado –sin
saberlo– en mi propio beneficio.
No supe más
del asunto. Meses después vi a mi hermana y le pregunté:
– ¿Qué fue de Facciatosta?
– ¿Qué fue de Facciatosta?
–Se fue a
Bérgamo, ahora se dedica al diseño– me contestó.
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