Dirigido a una mujer anónima que
participará en una batalla
Imagina
que eres una mujer y que te han lanzado a otro planeta, a otro universo. Tienes
17 años. Calzas unas botas tres tallas más grandes; llevas calzoncillos; y vistes
pantalón y chaqueta de hombre. Te han cortado las trenzas. Vas harapienta,
porque avanzas arrastrándote de rodillas, y encima tienes que cargar con el
herido y su arma. Esas son las órdenes. Te echas sobre la espalda ochenta kilos
varias veces al día, pero tu cuerpo bajo el uniforme es el de una bailarina de
escasos cincuenta kilos. Tu organismo ha cambiado hasta tal punto que has
dejado de ser una mujer. Ya no tienes menstruaciones.
Has
aprendido un nuevo lenguaje: Acimut:
quince, cero, cero. Ángulo de elevación: diez, cero. ¡Espoleta: ciento veinte;
tiempo, diez!
Te
conviertes en francotiradora, enfermera, piloto, conductora, cirujana,
lavandera, cocinera, jefa de transmisiones, zapadora, guerrillera… En este
planeta solo se requieren oficios útiles.
Alzas
la vista, miras a tu alrededor: predomina el color de la tierra. El paisaje es
monótono: todos tumbados entre el trigo
tierno mirando al cielo… La muerte no se les nota todavía. Los muertos yacen
uno junto al otro, como las traviesas de una línea de ferrocarril. Huele a
hombre, sangre, yodo y cloroformo. Huele a cadáver. Todo cruje, todo retumba,
todo se tambalea… No dejas de oír gritos, disparos, gemidos y ese crujido… el
de los huesos que se rompen.
Combatir
se ha convertido en tu deseo natural. Hace tiempo que aprendiste que solo se puede disparar desde el odio.
Deseas que te manden a la primera línea para ver el rostro de tu enemigo. Cara
a cara. Ves en los ojos de los demás algo animal. Dejas de ser humana. Deduces
que todos sois mitad humanos mitad animales. Esta mutación te permite
sobrevivir.
Que
pase lo que tenga que pasar, piensas, pero en
el fondo deseas que una granada no te haga pedazos. Tú sabes lo que es eso. Recogiste
muchas veces esos pedazos. Tu sueño
es sobrevivir hasta cumplir los dieciocho años.
Tienes
tres deseos: primero, dejarte de
arrastrar por el suelo, ir en trolebús; segundo, comprarte una barra de pan
blanco y comértela entera; tercero, dormir hasta no poder más en una cama con
sábanas blancas.
Odias
el rojo. Decides que en tu futura casa, si sobrevives, no habrá nada de este
color.
A
tus hijos y a tus nietos, si los tienes, les contarás que con diecinueve años te entregaron la Medalla al Valor; que con
diecinueve años se te quedó el pelo blanco; que con diecinueve años una bala te
atravesó ambos pulmones.
Ahora
ya eres vieja. La muerte te vuelve a rondar. ¿Cuándo ha sufrido un infarto? Te preguntan. ¿Qué infarto? Respondes. Tiene el corazón lleno de cicatrices, te aclaran.
Hace
décadas que saliste de aquel planeta y todo
te parece corriente… excepto tu memoria.
Nota
aclaratoria:
Durante
la Segunda Guerra Mundial más de un millón de mujeres se alistaron en el ejército
soviético para luchar contra el nazismo y defender su Patria. Se negaron a
doblegarse ante el enemigo. Se levantaron en pie de guerra junto a los hombres,
dispararon, pusieron minas, bombardearon, en definitiva, mataron… Las que no cayeron
en combate pudieron relatar su guerra. El libro La guerra no tiene rostro de mujer de Svetlana Alexievich recoge sus
testimonios. Unas voces que la escritora convierte en literatura y arte, y que
son objeto de una apropiación para armar el relato Universo femenino minado.
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